Florentino Portero-El Debate
  • Alemania se sumó a otros estados nórdicos que en distintos momentos habían adoptado posiciones enormemente generosas en este terreno. El resultado para todos ellos ha sido, más o menos, el mismo: fracaso parcial de la integración, alto coste presupuestario, dificultades en la convivencia, violencia…

Unas elecciones en dos estados alemanes se han convertido en noticia internacional. Desde hace semanas venimos leyendo análisis y consultando sondeos sobre lo que podía ocurrir en Turingia y Sajonia, territorios poco poblados y económicamente poco relevantes de la República Federal ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido para que nos preocupe? ¿Cuál es la relevancia de estos comicios?

Por una parte, hay mucho de continuidad con lo que venimos encontrando en la evolución de los sistemas políticos en Europa y Estados Unidos. Con el telón de fondo del proceso de globalización y de la Revolución Digital, la Gran Depresión de 2008 y la COVID-19 han venido a acelerar la crisis del orden liberal. El nivel de vida ha bajado como consecuencia de la inflación. La deuda, la baja innovación y la crisis demográfica cuestionan la viabilidad del «estado de bienestar». El futuro se percibe incierto para unos jóvenes que tratan de establecerse en unas condiciones difíciles. Todo ello ha llevado a una crisis de confianza en las elites tradicionales, las que han venido gobernando tanto la esfera pública como la privada desde los años cincuenta del pasado siglo. En el caso concreto de Europa, el «consenso socialdemócrata» establecido entre los partidos demócrata cristianos y socialistas, por el que la derecha abandonaba el liberalismo y la izquierda la revolución, se resquebraja ante su incompetencia. Estas formaciones ya no son capaces de ofrecer lo que se había consolidado como un derecho. Que socialdemócratas y liberales en el gobierno alemán sufran sensibles pérdidas en estos comicios está en el guion y a nadie debería sorprender.

Por otra parte, hay elementos singulares que justifican la enorme atención que estas elecciones han despertado. Alemania ha cometido dos gravísimos errores políticos cuyas consecuencias sufrirán los alemanes, y de paso los europeos, durante mucho tiempo.

El primero fue la estrecha relación con Rusia, en la idea absurda de que una comunidad de intereses adormecería los instintos imperialistas rusos. Una expresión no menor de esa política fue la generación de una dependencia energética respecto del gas ruso. Una garantía de que la industria, el fundamento del estado de bienestar alemán, dispondría de un suministro barato. El vínculo tenía como agravante el disponer de un acceso directo, por lo que Rusia podría amedrentar a bálticos y polacos sin incomodar el bienestar alemán. Se advirtió por activa y por pasiva a los dirigentes de Berlín del riesgo que estaban corriendo. El gobierno español les ofreció la conexión con nuestra propia red de gasoductos para disponer de una garantía de suministro, propuesta que fue recibida con cierto desprecio.

El segundo error fue la política inmigratoria. En este caso, Alemania se sumaba a otros estados nórdicos que en distintos momentos habían adoptado posiciones enormemente generosas en este terreno. El resultado para todos ellos ha sido, más o menos, el mismo: fracaso parcial de la integración, alto coste presupuestario, dificultades en la convivencia, violencia…

Los alemanes culpan hoy a sus dirigentes del alto coste de la vida, debido en buena medida al precio de la energía, y de haber puesto en peligro la vida en comunidad con una política inmigratoria irresponsable. En buena lógica castigan a los partidos que consideran responsables y buscan en otros nuevos una alternativa para hacer viable aquello a lo que aspiran. El actual gobierno tripartido —socialdemócratas, liberales y verdes— es un desastre sin paliativos. Las diferencias entre ellos han impedido lograr la coherencia mínima para sustentar una política creíble y eficaz. Tratan de aguantar en el poder porque sus expectativas electorales son pésimas, como se ha podido comprobar en Turingia y Sajonia.

Turingia y Sajonia formaron parte de la República Democrática. Como el resto de los estados alemanes (lander) que quedaron bajo control comunista, vivieron un proceso de unificación complejo y, para muchos, decepcionante. Una parte de esa población se considera injustamente tratada. Es, por lo tanto, terreno abonado para experiencias radicales. Si en un principio la formación continuadora de los comunistas orientales había consolidado una posición de relieve, las nuevas circunstancias parecen haberla desbordado. El nuevo discurso apunta a un rechazo a la inmigración, una dura crítica a la Unión Europea, el abandono de la defensa de Ucrania y un renovado entendimiento con Rusia a costa de los estados eslavos. Hay una vuelta a una visión estrictamente alemana sobre su futuro, enraizada en la historia y despectiva con el legado del proceso de integración continental. Los resultados del pasado domingo no son extrapolables al conjunto de Alemania, pero marcan una tendencia a tener muy en cuenta.

La Unión Europea es el medio del que disponemos para afrontar los retos de este nuevo tiempo. El liderazgo alemán no es una opción, sino una necesidad. Es la nación más poblada y con la economía más poderosa. Su papel es fundamental en la dirección de los asuntos continentales. Una Alemania dividida en la que buena parte de la población cuestiona la propia Unión no puede ejercer ese papel. Más aún, se convertiría en un obstáculo. En realidad, en otro obstáculo que se suma a una Francia sin gobierno, a una España en crisis constitucional…

Ni Turingia ni Sajonia son muy representativos de la Europa de nuestros días, pero los resultados de sus recientes elecciones son esclarecedores para aquellos que quieran entender el futuro de Europa.