Florentino Portero-El Debate
  • Algunos pensaron que con la salida del Reino Unido la Unión Europea se vería libre para avanzar sin cortapisas. Lamentablemente, la realidad no les ha dado la razón. Hoy somos más frágiles que hace unos años, como podemos constatar en un Parlamento Europeo apenas operativo

Hoy martes 5 de noviembre los ciudadanos norteamericanos están votando para elegir a su próximo presidente, renovar un tercio de los senadores y al total de los representantes. Además, y esto nos importa algo menos, también están decidiendo sobre un buen número de gobernadores y de cámaras legislativas estatales. Siempre nos interesa el espectáculo de la política norteamericana, de la democracia más antigua y, sin duda, una de las más dinámicas, lo que no tiene por qué considerarse un elogio. Durante mucho tiempo esos procesos tenían desde nuestra perspectiva una dimensión fundamentalmente interna. Discutían sobre cómo gobernar su propia casa. Sin embargo, desde la llegada de Barack Obama, una nueva generación, con una perspectiva distinta del papel de Estados Unidos en el mundo, está animando una revisión de su papel fuera de sus fronteras, lo que afecta directamente a nuestros intereses. La Europa en la que hemos nacido, crecido y desarrollado nuestras vidas es el resultado del establecimiento, de facto, de un protectorado norteamericano que nos garantizaba nuestra seguridad; del proceso de integración europeo, superador de las arraigadas tendencias nacionalistas; y del establecimiento de un Estado de bienestar, llamado a superar las tensiones sociales que caracterizaron tanto el siglo XIX como las primeras décadas del XX. Gane quien gane el futuro de su relación con Europa va a estar en cuestión, aunque la forma de afrontarlo pueda ser distinta.

Como cualquier otro Estado occidental Estados Unidos sufre los efectos de la globalización y de la revolución digital. Allí, como en el Viejo Continente, se reivindica la vuelta a los valores tradicionales, la nación, el proteccionismo de sus empresas mediante barreras arancelarias, el control de la inmigración, la exigencia de una correcta integración… y todo ello lleva a un retraimiento en su acción exterior. Para Estados Unidos, y da igual que hablemos de republicanos o demócratas, Rusia no es un problema, pero China sí. Los primeros no confían en el multilateralismo, los segundos algo más. Los primeros no están dispuestos a perder mucho tiempo con los europeos, los segundos temen que el sistema europeo implosione por la conjunción de las presiones chinas y rusas unidas al auge del nacionalismo. Para los primeros las lecciones de la historia no parecen contar, para los segundos sí.

La Unión Europea no está preparada para asumir la responsabilidad de garantizar su propia seguridad. No es un problema de querer o deber, sino de poder. No hay un consenso social suficiente para dar un paso de esa magnitud. Además, y no es tema menor, ese paso requeriría la reforma de los tratados, con la consiguiente aprobación por cada uno de los parlamentos. Un escenario que ningún político europeo quiere afrontar, pues el riesgo de fracaso es alto y sus consecuencias para el conjunto del proceso de integración muy graves. El ‘vínculo’ entre los estados del Viejo Continente y Estados Unidos continuará, en la medida de lo posible, en la OTAN. No puede por ello sorprender que hayamos situado al político europeo de mayor fuste a su frente: el neerlandés Rutte.

Más allá del enconado debate electoral, del creciente radicalismo en ambos bloques y de la erección de muros infranqueables entre las dos américas, la realidad es que Estados Unidos necesita a Europa, además de a otras regiones del planeta, para contener el hegemonismo chino y los efectos de la formación en su entorno de un bloque de estados antidemocráticos. Más tarde o más temprano los norteamericanos entenderán que de poco les valdrá ganar la batalla de la innovación si no disponen de los suministros y los mercados imprescindibles para sus empresas, lo que sólo podrán conseguir si previamente han conformado un espacio diplomático afín.

Por su parte, la Vieja Europa necesita tiempo y estabilidad para avanzar en el desarrollo de la Unión, su única estrategia para afrontar los retos de la revolución digital y de un escenario internacional caracterizado por la competencia entre grandes potencias. Para ser, necesitamos tamaño. El riesgo de que nuestras inseguridades alimenten radicalismos fácilmente manejables por Rusia y China es alto y sus consecuencias fatales. Algunos pensaron que con la salida del Reino Unido la Unión Europea se vería libre para avanzar sin cortapisas. Lamentablemente, la realidad no les ha dado la razón. Hoy somos más frágiles que hace unos años, como podemos constatar en un Parlamento Europeo apenas operativo por su elevada fragmentación.

Es obvio que ninguno de los candidatos merece admiración, pero gane quien gane necesitamos entendernos con Estados Unidos para afrontar juntos un tiempo nuevo que va a desechar por anacrónicos muchos de los paradigmas, consensos, acuerdos, prácticas… de un período que, nos guste o no, ya es sólo historia.