La cuestión no está en lo bien que le salen las cosas al PNV, el problema es lo mal que está el resto. Es tal la interesada distancia que existe entre el PSOE y el PP, que el futuro político es opable por las minorías nacionalistas. Y esa separación no parece que vaya a ser coyuntural, tiene mucho de disenso constitucional.
Es como si el PNV estuviera ungido por Dios, o al menos por Jaungoikoa. Si al principio de la legislatura sacaron adelante los Presupuestos haciendo bolillas, luego, al año siguiente, el retraso de Mayor Oreja les permitió aprobar otros, y el día de los Inocentes del pasado, una parlamentaria del PSE se quedó sin poder votar y salieron de nuevo las cuentas. Es para que creer que gozan del favor divino. Para colmo, esa misma jornada se dicta el sobreseimiento del caso Atutxa por la resistencia a pasar al Grupo Mixto a los parlamentarios de la ilegalizada Batasuna. En suma, día memorable de gloria nacionalista. El problema es que, si unos están ungidos por Dios, el resto yace ya en el infierno.
La aprobación del plan Ibarretxe ha sido la consecuencia de esta marcha imparable que sale condicionada con tres votos de Batasuna. Una generosa oferta de Otegi «para todos los que quieran estar en la solución»; evidentemente, en la solución nacionalista. Otro día de gloria en ese año horrible que ¿hemos dejado atrás?
La cuestión no está en lo bien que le salen las cosas al PNV, el problema es lo mal que está el resto. Es tal la distancia, la interesada distancia, que existe entre el PSOE y el PP, que el futuro político es opable por las minorías nacionalistas. Y esa separación no parece que vaya a ser coyuntural, tiene mucho de disenso constitucional, precisamente cuando las presuntas reformas estatutarias planteadas desde las periferias nacionalistas pueden afectar profundamente a la Constitución.
Le afecta, desde luego, la clamorosa declaración de muerte del Estatuto de Gernika contenida en el plan Ibarretxe, le afecta la reforma del de Cataluña. Y afecta a la estabilidad política y a la convivencia lo del Archivo de Salamanca, el trasvase del Ebro, los debates sobre el catalán y el valenciano, la candidatura olímpica de Madrid o el cava catalán. Quizás el problema resida en la falta de un consenso político y constitucional de base, no siendo suficiente el Pacto Antiterrorista, que, por lo menos, no ha saltado por los aires.
Porque si este consenso no existe, mal pueden encauzarse unas reformas forzadas desde la periferia, que amenazan con acumular agravios territoriales y heridas sobre heridas, sin cerrar ninguna. No hay que esperar al final para que entonces se nos presente como necesaria la apelación a la necesidad de un Constitución que nos ampare a todos, como la que lanzaron algunos acosados en el País Vasco cuando se les cazaba a tiros ante la indiferencia de los reformadores, preocupados más por el acercamiento de los presos o la defensa de Batasuna. Se está experimentando demasiado en un país donde los experimentos de este tìpo han resultado en ocasiones calamitosos desastres.
Si los estatutos no sirven, y lo dicen, salvo en Navarra, los que disponen de los estatutos más ventajosos, habría que blindar el consenso constitucional. Pero eso supondría dar notabilidad a la oposición y parece que alguno piensa que antes muerta que el consenso. La situación es, indudablemente grave, y en lo que se refiere al proyecto excluyente del nacionalismo vasco, todavía más, porque no sólo afecta a Euskadi, a sus ciudadanos: afecta a todos, desde Irún a Tarifa. La supuesta reforma estatutaria que se plantea con el plan Ibarretxe supone la constitución de un ideal proyecto de nación por el nacionalismo, fórmula destructiva donde las haya. No hay más que recordar que en el pasado siglo XX casi todos los nacionalismos fracasaron a la hora de construir naciones, crearon farsas de ellas, provocaron enfrentamientos interno en sus países y, sobre todo, el enfrentamiento con un necesario, gran y odiado enemigo exterior o interior, que en nuestro caso es España.
Los nacionalismos periféricos van a fracasar, pero lo importante es no tener que pasar por esas traumáticas experiencias e intentar poner a resguardo el consenso constitucional necesario para no ser arrastrados por su dinámica.
Eduardo Uriarte Romero, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 7/1/2005