IGNACIO CAMACHO-ABC

   Toca la milonga del referéndum pactado. La independencia ya no es un programa útil porque su proclamación fue un fracaso 

VIENE otra milonga: el referéndum pactado. El nacionalismo necesita siempre de nuevas patrañas que le sirvan como marcos de referencia para alimentar su viaje a ninguna parte y disimular el fracaso. Con vistas a las elecciones, la independencia ya no es útil como enganche programático: no les duró ni cuatro horas antes de que les cayese encima la energía del Estado. El procès requiere la invención de otra matraca para no parecer que se queda parado y la consulta «legal» puede ser el señuelo en el que piquen algunos bienintencionados terceristas a los que la inevitabilidad del 155 ha dejado cierto sabor amargo. 

Sucede que esa consulta no se puede concertar porque la autodeterminación no está en nuestro ordenamiento. Tampoco en el de ningún país del Tratado europeo. La unidad de la nación es indisoluble (artículo segundo de la Carta Magna) y se fundamenta en la soberanía del pueblo español (artículo primero). Si esa soberanía se trocea deja de ser nacional y se crea un sujeto político distinto, un poder constituyente nuevo. Pero hay dos cuestiones primarias más allá de estos esenciales conceptos, y son la de por qué tendríamos los españoles que pactar algo que no queremos y la de cómo nos piensan convencer los secesionistas de que renunciemos al más primordial de nuestros derechos. 

Como siempre hay almas bellas dispuestas a empatizar con las motivaciones de los insurrectos, ya circulan por ahí papeles y manifiestos en solicitud de un compromiso que permita a los soberanistas catalanes cumplir sin contratiempos su efervescente anhelo. Por supuesto que el primer partido en picar ha sido Podemos, al que los preceptos constitucionales nunca han inspirado mucho respeto. Pero también ha habido intelectuales y políticos de izquierda que creen haber hallado el ungüento de Fierabrás contra el famoso desafecto, desazonados porque el desaprensivo órdago independentista les ha obligado, a su pesar, a fruncir el ceño. España está llena de gente comprensiva que cree que a los nacionalistas se les debe algo que justifica que nunca estén contentos. 

De aquí a las elecciones catalanas, y luego en las negociaciones para formar gobierno, se va a escuchar mucho el mantra del referéndum bueno. Incluso hay lumbreras que especulan con celebrarlo en todo el país, para salvar el obstáculo de la soberanía nacional, pero teniendo en cuenta sólo el resultado en Cataluña, lo que dejaría al resto de los españoles como meros comparsas de su propio desmembramiento. Cualquier cosa con tal de no parecer políticamente incorrectos. Cualquier cosa con tal de satisfacer la eterna presión del nacionalismo con alguna clase de acuerdo, como si hubiese alguna posibilidad de que se diese por satisfecho. Cualquier cosa con tal de no aceptar que el único método que ha funcionado hasta ahora –y tarde—con los soberanistas es el de negarles sus caprichos con firmeza de criterio.