KEPA AULESTIA-EL CORREO

  • La obra de ‘Mikel Antza’ se ha convertido en la prueba definitiva para la izquierda abertzale: no tiene más remedio que condenar el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco

El secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco cambió las tornas en la relación entre una sociedad que se presumía abierta y un grupo cerrado en su fanatismo. Miles de personas, la mayoría jóvenes, que nunca se habían manifestado contra nada, inundaron calles y plazas con expresiones verbales y gestuales de protesta e indignación desconocidos hasta entonces. Y con un sinfín de marchas, concentraciones, vigilias o caravanas ocupando el país en torno a un solo objetivo: convencer a sus captores de que era mejor que dejasen libre a Miguel Ángel. Era a la vez una exigencia y una plegaria. Una esperanza contra la premonición general de que aquello acabaría como acabó.

No hacía falta que el juez de la Audiencia Nacional Manuel García-Castellón citase la semana pasada al autor de teatro Mikel Albisu ‘Mikel Antza’ como imputado en el caso, en calidad de inductor, para haber imaginado las terribles secuencias del secuestro, el cautiverio y la ejecución sumaria de Blanco como partes de una obra que pretendía exasperar al público conminándole a tomar la calle para mantener viva a la víctima-protagonista. Todo con el propósito de empequeñecer a la ciudadanía hasta su condición de mera espectadora, impotente, de una representación sobre cuyo desenlace nada podía decir.

Estos días, en los que se vuelve a echar en falta la condena expresa del terrorismo pretérito para poder confiar en la izquierda abertzale, confirman que el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco es el episodio criminal que los sucesores institucionalizados de ETA tardarán más en repudiar. Porque se trató de una escenificación tan deliberada en su crueldad, tan ideada previamente, y tan dirigida a distancia en su representación, que retractarse de cada secuencia de las proyectadas entre el 10 y el 13 de julio de 1997 sería tanto como proceder al borrado de sus orígenes.

Era casi imposible hallar hace veinticinco años una figura más inocente que la de Miguel Ángel Blanco para perpetrar un drama así. Como no es fácil que la justicia restaurativa sea capaz de encauzar el daño infligido hacia un diálogo propicio a superar el descomunal dolo que acompaña a un libreto escrito bajo la condición de que su autor se adueñaba literalmente de la suerte del protagonista-víctima. Es imposible perdonar una muerte así, como si se tratara de un desliz involuntario en el fragor de una batalla imaginaria.

Por eso el recuerdo de Miguel Ángel Blanco encarna la prueba definitiva para la izquierda abertzale. O se muestra capaz de condenar la obra que ETA obligó a representar en torno a una sentencia de muerte dictada por su autor, o ningún diálogo con ella que verse sobre valores tendrá sentido alguno.