Luis Ventoso-ABC

  • Hay que unirse ante el desafío inaceptable de Marruecos, pero es cierto que la diplomacia gubernamental ha fallado

En ‘El tercer hombre’, excelente película de 1949 sobre la novela de Graham Greene, el cínico personaje que encarna Orson Wells se mofa de la plácida felicidad de Suiza, recordando que sus 500 años de democracia y paz solo han aportado al mundo ‘el reloj de cuco’. España podía haber tenido como vecino en su frontera sur a un país como Suiza, ordenado, legalista, predecible. Pero no es el caso. Nos ha tocado Marruecos, que estando casi a tiro de piedra es otro mundo. Parafraseando a Ortega y Gasset, diríamos que la relación ‘solo se puede conllevar’. Un estrecho brazo de mar de 14 kilómetros separa dos continentes y dos universos económicos, culturales y religiosos. Una cifra lo explica todo:

España tiene un PIB per capita de 29.000 euros, el de Marruecos es de solo 3.200. España es una democracia avanzada, con un Estado de derecho sólido. Marruecos anda en ello, pero a día de hoy todavía continúa bajo la tutela arbitraria de su Rey, que es también el referente religioso y el primer empresario del país (y de una manera escandalosa para los parámetros españoles).

Marruecos y España, y viceversa, se han hecho muchas faenas a lo largo de la historia. En julio se cumplirán los cien años del Desastre de Annual, que puso a nuestro país en el diván y en cierto modo fue la espoleta de la República. Las relaciones con Rabat son materia harto delicada, porque guarda la llave de los flujos migratorios, por las potentes relaciones económicas y por motivos de seguridad (la mayoría de los terroristas de los salvajes atentados yihadistas del 11-M y de 2017 en Cataluña eran de esa nacionalidad). Además, viven en España unos 800.000 marroquíes.

Con este panorama, la diplomacia con Marruecos es vital. Juan Carlos I, al que está hoy de moda denigrar, fue un maestro en la materia. Rajoy también entendió enseguida que solo se podían frenar las olas de cayucos entendiéndose con los marroquíes. Sánchez, un político que en 2014 todavía decía aquello de «me sobra el Ministerio de Defensa», llegó al poder con el adanismo arrogante del neófito y descuidó el flanco sur, pues no le parecía tan fotogénico como ir al Elíseo con Macron. Todo presidente español se estrenaba viajando a Marruecos. Él no. Luego toleró las provocaciones del vicepresidente Iglesias sobre el Sahara, que hirieron al muy susceptible y muy nacionalista poder alauí. Por último ha cometido el error -contra la advertencia del ministro del Interior, según ha revelado ABC- de aceptar en España y con nombre falso al líder del Polisario. El fruto de esa miopía diplomática es la avalancha en Ceuta, tras ordenar Mohamed VI la barra libre de una manera impresentable.

Celebramos la reacción firme de Sánchez, por una vez en su sitio, y es obligada la unidad de todos los partidos en la defensa de la integridad territorial de la nación española (aunque no esperen ahí a los socios de cabecera del Ejecutivo). Pero respaldar al Gobierno de España en esta crisis no nos exime de decir la verdad: su diplomacia frente al complicado hedonista que manda en Marruecos ha sido arrogante y manifiestamente torpe.