ABC 01/03/17
JULIO L. MARTÍNEZ, RECTOR DE LA UNIVERSIDAD PONTIFICIA DE COMILLAS ICAI-ICADE
· «No sirven como fundamento del nuevo sentido ético de la ciudadanía y los derechos humanos ni un cosmopolitismo abstracto ni un nacionalismo victimista, insolidario y tramposo, sea éste norteamericano, francés o catalán»
UN buen amigo me acaba de mandar unas líneas cargadas de indignación y vergüenza sobre la ola de egoísmo y «ombliguismo» que está sacudiendo nuestra sociedad occidental, con una incisiva pregunta: ¿dónde estamos los cristianos ante esto? No puedo menos que escribir algo, aunque sea incompleto.
Lúcidamente Hannah Arendt vio cómo los refugiados desvelan una contradicción que está en el corazón del pensamiento y la praxis política moderna. En Los orígenes del totalitarismo (1951) escribió sobre lo extremadamente «peligroso» que resulta comparecer en la historia bajo «la abstracta desnudez de ser nada más que humano», porque en ella «el mundo no halló nada de sagrado». Según la filósofa judía, los millones de personas que durante la primera mitad del siglo XX vagaban por Europa lejos de su patria y de su hogar, sin la protección política de sus respectivos gobiernos y de derecho nacional alguno, percibieron rápidamente lo inútil que era para ellos disponer de la sola protección del Derecho Natural «inalienable» que les asistía en cuanto miembros de la «raza humana». La pérdida de ciudadanía nacional les arrojaba de facto fuera de la humanidad, aun cuando se declarasen sus derechos humanos.
Ante la histeria nacionalista que se extiende, por ejemplo, con Trump y su veto migratorio a los nacionales de siete países de mayoría musulmana (según parece con respaldo de sus votantes), y viendo lo que ha pasado con los refugiados deambulando por Europa, nos damos cuenta de cuánta verdad hay en la reflexión de Arendt y qué gran valor moral contienen aquellas palabras proféticas de Juan Pablo II en 2005: «La pertenencia a la familia humana otorga a cada persona una especie de ciudadanía mundial, haciéndola titular de derechos y deberes, dado que los hombres están unidos por un origen y supremo destino comunes… La condena del racismo, la tutela de las minorías, la asistencia de los prófugos y refugiados, la movilización de la solidaridad internacional para todos los necesitados, no son sino aplicaciones coherentes del principio de la ciudadanía mundial».
La doctrina social católica coincide con otras propuestas en la necesidad de crear nuevas formas de organizar las relaciones entre los seres humanos en clave más universalista, reconociendo a todas las personas como titulares de derechos y deberes, dado que están unidas por un origen y supremo destino comunes, más allá de sus diferencias. La movilidad humana es un signo visible del universalismo, que es elemento constitutivo del Pueblo de Dios y de la Humanidad. Un universalismo no abstracto o desencarnado, pues tanto la Iglesia como la naturaleza humana, siendo universales, no pueden dejar de ser locales, situadas e inculturadas. Un universalismo incomprensible desde la homogeneidad, pero inteligible desde la diversidad y la comunión de las distintas culturas e Iglesias, donde nadie es extranjero cuando llega, pero trae una forma cultural diferente cuando se aproxima.
En fin, propuestas radicalmente opuestas a las soluciones que el Brexit, Trump o Le Pen dicen tener y muchos «compran». Creo que buena parte de las mediaciones políticas originalmente concebidas para servir a una sociedad integrada al nivel del Estado-nación son hoy insuficientes; y dañinos los que quieren aprovechar la crisis para separarse o romper. La exministra Ana de Palacio lo ha descrito magníficamente: «En ausencia de un sistema internacional eficaz de fundamentos éticos y teleológicos universales, el peligro es doble. El vacío de normas condena al mundo a la reactividad perpetua, a la falta de visión, a una filosofía de crisis permanente, ineficiente y desestabilizadora. Además, y más insidioso: la inexistencia de un fin común refuerza el ombliguismo y arrastra de decisiones parcelarias de óptica transaccional, no sistémica».
Clama al cielo que el líder de la nación más poderosa y rica de la Tierra en vez de pensar cómo salvar a las personas, procazmente invoque la defensa del propio bienestar –el ombliguismo del America, first– descuidando las necesidades angustiosas de quienes tristemente se ven obligados a solicitar hospitalidad, y culpando a quien ose contradecirle. Que uno de sus grandes argumentos sea decir que su país ha estado subvencionando dadivosamente al mundo no pasaría de broma pesada, si no fuera por las consecuencias terroríficas que esa falacia puede tener. Además, las decisiones burdamente discriminatorias hacia los musulmanes no solamente van contra los derechos humanos y el Estado de derecho de la democracia liberal, sino que reforzarán la capacidad de manipulación que ya tiene el terrorismo yihadista.
Junto a su sentido de universalidad concreta, otro tesoro que la ética cristiana debe aportar hoy al mundo es el de no prescindir del sufrimiento humano, que es real bajo tantas presencias. El símbolo de la cruz plantea preguntas a las que todo ser humano, toda cultura y toda ética deben responder. Pide que abramos nuestros ojos al sufrimiento, nos mueve a una mayor solidaridad compasiva con los que sufren y a trabajar por aliviar este sufrimiento y superar sus causas. Para tender puentes entre tradiciones acaso no hay modo más fructífero que partir de las experiencias donde el sufrimiento toma rostros y narraciones concretas de injusticia, hambre, pobreza, discriminación, violencia o explotación… Nos hermanan y ayudan a encontrar una comprensión común de la dignidad humana de la que surgen criterios éticos fundamentales que, por una parte, señalan hacia la universalidad y, por otra, al deber de cuidar a las personas, con todo lo que son, también su cultura y religión. Como enseña Jesús en el relato del buen samaritano, la ética salta barreras étnicas y nacionales, sin olvidar el cuidado concreto de las personas que están en necesidad. Por eso no sirven como fundamento del nuevo sentido ético de la ciudadanía y los derechos humanos ni un cosmopolitismo abstracto ni un nacionalismo victimista, insolidario y tramposo, sea éste norteamericano, francés o catalán.
Lo que está pasando obliga a decir «no hay derecho» y «es una vergüenza», pero sobre todo llama a construir un mundo habitado por conciudadanos que se afirman como pertenecientes libres e iguales a la gran familia humana, con dignidad de hijos de Dios. Para ello las comunidades e instituciones cristianas hemos de poner nuestros mejores recursos: a) trabajando con otros creyentes y no creyentes por una cultura de la solidaridad y la acogida (contra prejuicios, clichés o abusos) que mire por los más débiles; b) favoreciendo foros de encuentro/diálogo intercultural e interreligioso, así como centros de investigación y transferencia hacia políticas sociales justas y sostenibles; c) colaborando en la adopción de los instrumentos normativos que tutelen y promuevan a la persona con adecuadas normativas internacionales capaces de armonizar los diversos ordenamientos legislativos, con vistas a salvaguardar los derechos de las personas y de las familias desplazadas, así como de las sociedades de destino, y d) promoviendo una cooperación internacional real con los países de origen.
Si respondemos con humildad y verdad, no haremos un mundo perfecto, pero sí seremos fieles al Evangelio, crearemos anclajes de valor y daremos «alma» a nuestras sociedades. Cultura del encuentro, diálogo, discernimiento, ecología integral, hospitalidad hacia los refugiados e inmigrantes o defensa de sus derechos…, contienen la medicina del «alma» que necesita Europa, son elementos clave para recobrar el sentido de su «misión» y decirle con energía al mundo –como hace Francisco– que no aceptamos ir por el camino del nacionalismo ombliguista y egoísta, porque no es ni bueno, ni verdadero, ni bello, tampoco inteligente.