Gaizka Fernández Soldevilla-El Correo
- La campaña de ETA desatada en el año 2000, en plena ‘socialización del sufrimiento’, provocó que el miedo afectara al 80% de la población
La «tregua indefinida» que ETA había declarado en 1998 fue una estratagema: aprovechó para rearmarse y recabar información sobre objetivos. La rompió el 21 de enero de 2000 con el asesinato del teniente coronel Pedro Antonio Blanco en Madrid. Empezaba así uno de los peores años de nuestra historia reciente.
De acuerdo con la Global Terrorism Database, en el 2000 los terroristas cometieron 4.002 asesinatos en el mundo. Europa fue el escenario de 420, de los cuales 383 se localizaron en Europa del Este. El grueso de los crímenes del oeste correspondía a España: tres víctimas mortales de los GRAPO y 23 de ETA. Mientras en el resto de Europa occidental el terrorismo doméstico cogía polvo en el museo de los horrores, en nuestro país todavía se mataba en nombre del maoísmo o de la patria.
Sobre todo, de la patria. La agencia ‘VascoPress’ contabilizó 70 atentados de ETA, en su mayoría con armas de fuego y coches bomba, que costaron la vida a ocho políticos del PP y el PSOE (desde un exministro a concejales de pequeñas localidades), tres militares, dos guardias civiles, dos juristas, un policía nacional, un ertzaina, un policía local, un periodista, un empresario, un conductor de autobús, otro del parque móvil del Tribunal Supremo y un funcionario de prisiones. El grueso de estos crímenes tuvo lugar en Madrid (5), Guipúzcoa (4) y la provincia de Barcelona (4).
Asimismo, la violencia de la izquierda abertzale produjo 145 heridos, a 13 de los cuales se les reconoció la incapacidad absoluta, es decir, quedaron inhabilitados para desempeñar cualquier tipo de trabajo. Las heridas de 103 personas fueron consecuencia de atentados de ETA y las de las otras 42, de la kale borroka.
Y es que la organización no estaba sola. Jóvenes ultranacionalistas llevaron a cabo 478 acciones: ataques incendiarios, lanzamiento de piedras y explosión de artefactos contra oficinas bancarias, sedes de partidos constitucionalistas, medios de transporte público y las FCSE. Además, agredieron a 12 ciudadanos.
Con tal nivel de violencia, que se enmarca en la ‘socialización del sufrimiento’, ETA y su entorno pretendían extender el terror. Y lo lograron. Según el CIS, la banda se había convertido en una de las principales preocupaciones de la sociedad. En noviembre del 2000, su punto álgido, el miedo llegó a afectar al 80,1% de los españoles.
De igual manera, la izquierda abertzale buscaba acallar definitivamente a los vascos no nacionalistas, vengarse del fracaso del Pacto de Estella y disputar al PNV el protagonismo político. Quizá también se trató de la huida hacia delante de una ETA incapaz de lidiar con sus crecientes problemas.
Por un lado, las numerosas manifestaciones convocadas por los partidos democráticos, Gesto por la Paz, el Foro de Ermua y ¡Basta Ya!, asociación que recibió el Premio Sájarov, evidenciaban que la ciudadanía vasca y navarra estaba harta de la violencia.
Por otro, en diciembre de 2000 el PP y el PSOE firmaron el Acuerdo por las Libertades y Contra el Terrorismo, que condujo a la reforma de los delitos de terrorismo en el Código Penal y la introducción de otros nuevos. Gracias al pacto, dos años después se aprobó la Ley de Partidos con la que se ilegalizó al brazo político de ETA, lo que le obligó a elegir: «o bombas o votos».
Por último, en el 2000 fueron arrestados 134 presuntos terroristas y se incautaron 450 kilogramos de explosivo, 38 armas de fuego, un mortero, un lanzagranadas y 27 granadas. Las FCSE desarticularon cuatro comandos de liberados y otros cuatro de legales. El desarme continuó en los años siguientes.
Derrotada, ETA se disolvió en 2018. Sin embargo, ha dejado un legado envenenado: más de 300 asesinatos sin resolver, terroristas huidos de la justicia, el irreparable dolor de las víctimas, a las que se humilla con constantes actos públicos de exaltación de ETA, discursos del odio, intolerancia, presión contra los agentes de las FCSE y sus familias y miedo a ejercer la libertad de expresión.
La maquinaria propagandística que se dedica a la adulteración del pasado de ETA es otra de sus herencias. Esas mentiras no solo suponen un reto para la historiografía académica, con menor capacidad de divulgación, sino que pueden llegar a afectar a la convivencia. En su momento los «mitos que matan» fueron el caldo de cultivo de la violencia. Como escribió el superviviente del Holocausto Primo Levi, «lo sucedido puede volver a ocurrir, las consciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también». El auge del extremismo y del sectarismo en la Universidad del País Vasco y el rebrote de la kale borroka son síntomas que no deberíamos pasar por alto.
Preocupémonos y, sobre todo, ocupémonos del problema antes de que sea tarde.