Christian Lindner, ministro alemán de Finanzas, se ha declarado esta semana partidario de volver cuanto antes a la disciplina fiscal y presupuestaria en el seno de la UE, de acuerdo con los criterios de Maastricht. Su declaración no ha sorprendido teniendo en cuenta su condición de líder del Partido Democrático Liberal (FDP) alemán, hoy parte de la coalición que gobierna el país, pero ha sido contestado en distintos foros con el argumento de que eso precipitaría la recesión en el continente. Sébastien Laye, que además de empresario es economista jefe del Instituto Thomas More, un think tank con sede en París, ha acudido en socorro de Lindner, urgiendo al Gobierno Macron a poner orden cuanto antes en las finanzas públicas galas. El momento no puede ser más inquietante. El fantasma de la crisis financiera de 2008 y la forma de abordarla entonces a base del jarabe de palo del ajuste duro sigue presente en el inconsciente colectivo de una clase política (y de gran parte de la económico-financiera, por no hablar de la élite burocrática que campa a sus anchas por Bruselas) europea, que se ha acostumbrado a la vida muelle que Mario Draghi y su «whatever it takes» (lo que sea necesario) inauguró en 2015, algo que acrecentó hasta el paroxismo la aparición del Covid, merced a la política del BCE inundando de liquidez el sistema (tipos de interés negativos) y comprando deuda soberana. Hoy ya sabemos que esa política de expansión monetaria ha conducido a una inflación (9% en el caso español, septiembre) convertida en la gran amenaza a la prosperidad colectiva.
Para tratar de domeñar al monstruo, el BCE puso en marcha, con mucho retraso, una política monetaria restrictiva que choca frontalmente con las políticas presupuestarias expansivas que ha venido alentando Bruselas, con el argumento de la protección a los más débiles, de no pocos países de la Unión, caso de Italia, Francia y naturalmente España, políticas (apoyo a la demanda con inyección de liquidez al sistema) que podrían hacer fracasar los esfuerzos del BCE en su lucha contra la inflación mediante la subida de tipos. Cierto que tratar de frenar esa hidra tiene un impacto negativo en el crecimiento a corto plazo, algo a lo que se resiste una opinión pública y unos Gobiernos poco a nada conscientes de que hoy la gran amenaza que se yergue frente al bienestar de las familias no es el desempleo o el bajo crecimiento, sino la inflación y la caída del poder adquisitivo, una inflación que si no se le ataca de forma rápida y decidida podría enquistarse hasta convertirse en un problema de años. Este es el contexto, que el último informe del Banco de España (BdE) describía esta semana con tintes mucho más dramáticos, en el que el Gobierno Sánchez acaba de presentar su proyecto de Presupuestos Generales del Estado para 2023, unos PGE descaradamente expansivos que ignoran lo que está pasando a nuestro alrededor, porque, digámoslo ya, no son los PGE que España necesita y que le vendrían bien al país en estos momentos, sino los que convienen a Sánchez para, derrochando el dinero público con la liberalidad e irresponsabilidad propia del sujeto, tratar de ganar la reelección a la presidencia en 2023.
Los Presupuestos que acaba de presentar el Gobierno son descaradamente expansivos. Ignoran lo que está pasando a nuestro alrededor, porque, digámoslo ya, no son los PGE que España necesita y que le vendrían bien al país en estos momentos, sino los que convienen a Sánchez para tratar de ganar la reelección a la presidencia en 2023
Unos Presupuestos que, de entrada, nacen muertos, porque la ministra Montero se ha sacado de la manga un crecimiento del PIB para el año próximo del 2,1%, estimación que el BdE ha dinamitado al calcular que no superará el 1,4% (1,5% en el caso de la AIRef), pero que muchos expertos reducen todavía más hasta dejarlo en el 1% pelado, dependiendo de la evolución del contexto internacional. En consecuencia, las estimaciones de ingresos no financieros (307.445 millones, con crecimiento del 6%, de los cuales 262.781 millones proceden de impuestos, aumento del 7,7%) contenidas en el proyecto son papel mojado (como, por desgracia, han sido todos los PGE preparados por este Gobierno desde que está en el poder). Ese punto de PIB de menor crecimiento es muy importante, porque significa no solo que vas a crecer menos, y por tanto vas a recaudar menos, sino que no vas a crear empleo, al contrario, te va a aumentar el paro con lo que ello significa en términos de recaudación. De modo que el capítulo de ingresos está brutalmente inflado y normalmente serán inferiores, incluso muy inferiores, a los que figuran en el proyecto, ello a pesar del efecto de la inflación y de los fondos estructurales Next Generation, la varita mágica con la que Sánchez piensa cuadrar las cuentas.
Con los gastos ocurre lo contrario: están claramente infraestimados, en un calculado ejercicio de trilerismo presupuestario propio de un Gobierno acostumbrado a gastar como si no hubiera un mañana, de espaldas a cualquier racionalidad económica. Un trilerismo particularmente llamativo en el caso de las cuentas de la Seguridad Social, con ingresos claramente inflados para poder hacer frente a la enorme cuantía del gasto reconocido. Cuestiones estas que sin duda no quitan el sueño a un presidente cuyo objetivo es regar el patio, captar votos creando pesebres con cargo al erario público con la intención de atraer a más y más colectivos dispuestos a apoyar su reelección. Y para regalar dinero público primero hay que quitárselo al contribuyente asfixiándolo a impuestos y, por ejemplo, negándose a deflactar la tarifa del IRPF o a retocar tipos del IVA de acuerdo con el alza de los precios. Pensionistas, funcionarios (la masa salarial del Estado supera los 25.000 millones) y rentas del trabajo inferiores a 21.000 euros son los grandes beneficiarios de esta política que refleja a la perfección el carácter de un personaje, Pedro Sánchez Pérez-Castejón, que desde su llegada al poder en 2018 optó por ser el presidente de la mitad -en el mejor de los casos- de los españoles y que, en consecuencia, ha pergeñado unos PGE destinados a engatusar a esa mitad de españoles, los teóricamente de izquierdas, despreciando la posibilidad de confeccionar unas cuentas públicas destinadas a dar respuesta realista a las necesidades de todos los españoles.
Particularmente escandaloso es el caso de las pensiones, partida que crece un 11,4% hasta superar los 190.600 millones, con una revalorización estimada del 8,5%. Escandaloso en tanto en cuanto supone una quiebra brutal de la equidad intergeneracional. Pensiones, funcionarios y servicio de la deuda se comen más del 50% del Presupuesto. Pero suben todos los rubros que tengan que ver con el reparto del dinero público, y por subir sube hasta el sueldo del propio presidente del Gobierno (el 4%) mientras permanece congelada la asignación del Jefe del Estado, S.M. el rey Felipe VI. Como escribía esta semana un lector de Vozpópuli al hilo de una sentencia de Thomas Paine («There are two distinct classes of men in the nation, those who pay taxes, and those who receive and live upon taxes»), vivimos en una injusta sociedad dual formada por dos grupos de personas: el constituido por «Empresarios y trabajadores sujetos a la competencia, cuyos ingresos dependen de lo que producen y de lo que los ciudadanos deciden libre y voluntariamente adquirir y pagar por ello», y el formado por «Políticos, empresarios amigos del Gobierno, empleados públicos y liberados sindicales cuyos sueldos y privilegios -decididos por los políticos- son pagados obligatoriamente por los ciudadanos del primer grupo«. El Gobierno Sánchez se ha dedicado plena y conscientemente a exacerbar esa maligna dualidad.
El drama del aumento del gasto en pensiones, funcionarios y demás es que va a consolidar un gasto estructural estimado en no menos de 50.000 millones, situación que pone a las cuentas públicas en una posición muy delicada, muy débil para afrontar cualquier posterior impacto negativo exterior y que, en definitiva, coloca al país al borde de la quiebra
Dice el proyecto de Presupuestos de la señora Montero («Si tú recaudas por este producto solamente puedes gastártelo en Juanolas, no te lo puedes gastar en nada más; entonces, si las Juanolas no están…») que, con un crecimiento del PIB del 2%, objetivo imposible desde todos los puntos de vista, los ingresos crecerán un 6% sobre 2022 mientras los gastos lo harán un 7,6% más. La realidad es que los primeros quedarán bastante por debajo de esa cifra, mientras que los segundos se dispararán hasta cerca del 12%, con un déficit estructural (aquel que no depende de los vaivenes del ciclo) que podría irse hasta el 6%, una salvajada se mire por donde se mire, y una deuda pública a la que habrá que añadir no menos de 70.000 millones nuevos y cuya cuantía (1.501.773.618.989 euros ahora mismo, el 124,40% del PIB o 31.660 por habitante) no deja de crecer. El drama del aumento del gasto en pensiones, funcionarios y demás es que va a consolidar un gasto estructural estimado en no menos de 50.000 millones, situación que pone a las cuentas públicas en una posición muy delicada, muy débil para afrontar cualquier posterior impacto negativo exterior -precios del gas, por ejemplo-, y que, en definitiva, coloca al país al borde de la quiebra (la prima de riesgo española es ya la tercera más elevada de la UE, tras Grecia e Italia).
Toda la política fiscal del Gobierno Sánchez durante 2020, 2021 y este 2022 ha ido en contra de las verdaderas necesidades del país, toda a aumentar ese déficit estructural. Todo en contra de la más elemental ortodoxia económica. Redoblar el gasto público (aquí disfrazado siempre de «social») es retroalimentar la inflación y destruir el poder adquisitivo de los hogares. Sánchez ha hecho estos años justo lo contrario de lo que tendría que haber hecho en términos de saneamiento de nuestras cuentas públicas. Lo acaba de refrendar con este indecente («miserable o de mal aspecto, inconveniente u obsceno. Se aplica a las cosas que ofenden al pudor» según el María Moliner) proyecto de PGE. La posición de España queda muy comprometida. Una herencia envenenada casi imposible de manejar por quien, tras las generales de 2023, se haga cargo del timón colectivo, sea el mismo canalla que hoy nos gobierna u otro cualquiera. Si el Gobierno Zapatero dejó España en 2011 a los pies de los jinetes del Apocalipsis, Sánchez la va a dejar aún peor porque, además de gastar de una forma delictuosa en beneficio propio, ha imbuido estos años en el inconsciente colectivo de los españoles, a través de un poderoso aparato de propaganda que controla, la idea de que cualquier problema que le surja a Juan Español se lo resolverá raudo el Estado con cualquier tipo de ayuda, paguita, cheque o lo que sea menester, de modo que no tendrá ninguna necesidad real de buscarse un trabajo porque podrá vivir del cuento. Eso sí, votando siempre al gran Sánchez, un tipo de una radicalidad perdida en el tiempo, un radicalismo viejo imposible de encontrar en cualquier otro país europeo: la dicotomía ricos versus pobres, la aversión a la creación de riqueza, la guerra permanente contra la libre empresa (el último atentado: el destope de las cotizaciones máximas a la Seguridad Social)… Un impostor, un personaje tras el cual quedará la sombra alargada de un auténtico apóstol de la pobreza.