Miquel Escudero-El Imparcial

Miércoles 31 de enero de 202419:37h

Parece ser que la URSS pudo disponer en 1949 de la bomba atómica gracias a las informaciones suministradas por un joven comunista alemán; sólo hacía cuatro años de la brutal destrucción nuclear de Hiroshima y Nagasaki. Se trataba de un destacadísimo físico que trabajaba en el Proyecto Manhattan y que resultó además un eficacísimo espía; fue pillado con las labores hechas y condenado a catorce años de cárcel. Quedó libre poco más de nueve años después de su juicio, efectuado en Gran Bretaña, y de inmediato se instaló en la Alemania comunista, donde fallecería un año antes de la caída del Muro de Berlín. Klaus Fuchs aparece representado en la reciente película Oppenheimer. No sé nada más de su evolución política. Me pregunto si alguna vez dejó de sentirse cómodo con la mentira y el culto a la personalidad de los dictadores que dominaban en el mundo y sometían feroz y despiadadamente.

El siglo XX fue el siglo del totalitarismo. Lenin, de quien ahora se conmemora el centenario de su fallecimiento, hizo de Rusia el primer Estado de partido único. Hitler lograría lo propio en 1933, con la eliminación sistemática de todas las organizaciones ajenas al Partido; lo que los nazis denominaron Gleichschaltung, un eufemismo que significa sincronización o acompasamiento.

Con un colosal bombardeo propagandístico, Stalin hizo que se le identificara con la patria rusa. Igual que Hitler hizo con Alemania. Por su parte, Mussolini dio a entender a Italia que jamás dormía, a causa de su dedicación al Gobierno, de modo que las luces de su despacho en el Palazzo Venezia “siempre estaban encendidas durante la noche”; en España se habló años después de la lucecita de El Pardo. Todos los dictadores se afanaron en proyectar con sumo cuidado una imagen de absoluta fortaleza y seguridad en ellos mismos, apropiándose de su país en forma excluyente. Y todos tuvieron aduladores incondicionales.

No era preciso seducir, bastaba con desarmar. ‘Creer, obedecer, luchar’ era la consigna del Partido Nacional Fascista, completada con el absurdo lema ‘Mussolini siempre tiene razón’; imagínense a los niños italianos aprendiendo a leer con estas frases. Un mundo de sombras y la explotación de las debilidades ajenas. El cultivo de la superstición y del fingimiento con un meticuloso empleo de medios de comunicación: fotografía, radio, filmaciones y, tiempo después, televisión y redes sociales reductoras de la mente y del corazón; lenguaje sencillo, vulgar e insultante, refrendado por silencios y complicidades.

No sé si es muy conocida la admiración que Stalin expresó por Hitler a causa de Noche de los Cuchillos Largos; hermanados en brutalidad y cinismo. O lo que Hitler le escribió a Stalin para felicitarle por cumplir sesenta años de edad, el 21 de diciembre Stalin de 1939 (cuatro meses después de sellar el Pacto nazi-soviético):

“Por favor, acepte mis más sinceras felicitaciones en su sexagésimo aniversario. Aprovecho la ocasión para ofrecerle mis mejores deseos. Le deseo buena salud a ud. y un futuro feliz a todos los pueblos de nuestra amiga, la Unión Soviética”.

Leyendo el libro Dictadores (Acantilado) del neerlandés Frank Dikötter, catedrático de Humanidades en Hong Kong, he sabido que al menos cinco ciudades soviéticas llegaron a adoptar el nombre de Stalin. Yo sólo conocía el de la más famosa: Stalingrado (Volvogrado). Pero también Stalinsk (Novokuznetsk), Stalinabad (Dusambé), Stalinagorsk (Bobrik-Donskoy) y Stalino (la ucraniana Donetsk); cuyos nombres históricos fueron restaurados en 1961 por Kruschev. Asimismo, se construyó el Canal de Stalin, excavado por convictos e inaugurado en 1933. Hubo ciudades que fueron bautizadas de nuevo con los nombres de otros dirigentes soviéticos y que, al caer en desgracia ante Stalin, volvieron a su nombre inicial; así Mólotov (Perm).

Mientras Trotski calificaba a Stalin de ‘la sobresaliente mediocridad de nuestro Partido’, Bernard Shaw dijo que era ‘un hombre que conquista con su simpatía’. Pero fue Stalin quien se adueñó del Partido y puso fuera de juego a Trotski: no cejó en presentarse como pupilo de Lenin, estableció un miedo atroz a discrepar y efectuó purgas continuas. Pasó por ser paciente, equilibrado y pragmático, en sintonía con el pueblo, con una sonrisa benigna, en tanto que la imagen de Trotski era la de alguien ruidoso, egocéntrico y soberbio; poco importaba ya su talento o que fuera un formidable orador y un gran líder del Ejército Rojo. Entre 1944 y 1950, Stalin duplicó la población gulag: unos dos millones y medio de personas. En 1948, dice Dikötter, “denigró la genética como ciencia extranjera y burguesa, y frenó toda investigación en biología”, sometió al mundo científico con una sola excepción: dio recursos ilimitados para la investigación en armamento atómico y así consiguió la bomba atómica hace 75 años.