No dudo que la señora Murillo sea todo lo imparcial que requiere su cargo, pero me atrevo a recordarle que también debe parecerlo. Y cierto retintín populachero o irónico puede hacer que ya no lo parezca. A ver si ahora resulta que la dignidad del tribunal no es compatible con lucir hiyab pero sí con los modales tabernarios…
Respecto a la semi-abortada asignatura de Educación para la Ciudadanía hay diversos equívocos, algunos malintencionados (los que pretenden que es un lavado de cerebro manipulado por la malvada progresía) y otros ingenuos, como el que la supone una serie de normas de urbanidad para el comportamiento cívico. Este último malentendido ya no me parece tan grave como antes. Incluso empiezo a pensar que apunta hacia algo que también es necesario reforzar en nuestra España, donde los malos modos se confunden con la campechanía… como ya denunció Larra hace casi dos siglos.
Los miramientos en el trato y la cortesía no son remilgos superfluos sino una exigencia de la convivencia civilizada. No sólo constituyen una muestra de respeto al prójimo sino, en ciertos casos, la señal de que se valora la dignidad institucional del puesto público que se ocupa. En una de sus crónicas londinenses Julio Camba asegura que cuando un viandante pide alguna información a un bobby, el funcionario contesta puntualmente con la mirada perdida en la lejanía: «no le responde a uno, sino a la sociedad». Esta observación humorística del gran periodista gallego encierra también una lección. Ciertas funciones implican una austera impersonalidad, que no es rígida altanería sino la debida formalidad de quien se sabe de servicio. Lo familiar y jocoso por parte de quienes encarnan el poder legal democráticamente concedido puede ser a veces un atropello.
De modo que no comparto la satisfecha sonrisa con que algunos han recibido el desparpajo «a la pata la llana» de la juez Ángela Murillo, presidenta del tribunal que juzga a Arnaldo Otegi por enaltecimiento del terrorismo. «Por mí como si quiere beber vino», «ya sabía yo que iba a responder eso», «la Sala no ha entendido ni papa», etcétera, já, já, me muero de la risa. Estos modales ya le han granjeado un club de fans en Internet, donde cualquier grosería o insensatez logra de inmediato sufragio positivo. Y la derechona la ha proclamado heroína «feminista» por ser más chula que Otegi. Con la diferencia de que Otegi es chulo por su cuenta y riesgo, mientras que otras chulerías lo son a costa de la magistratura que ejercen.
Algunos se frotan las manos: «¡va a darle su merecido a Otegi!». En efecto, ése es el papel de un tribunal de justicia: dar al acusado su merecido. Es decir, lo que merece de acuerdo a la ley, tanto sea un castigo penal como la libre absolución. Aunque él mismo no lo entienda así (y por lo visto tampoco otros), Arnaldo Otegi es un ciudadano español con derechos y garantías idénticas a las que tenemos ustedes o yo. Entre ellas está la de ser juzgado de lo que se le acusa de modo imparcial. No dudo que la señora Murillo sea todo lo imparcial que requiere su cargo, pero me atrevo a recordarle que también debe parecerlo. Y cierto retintín populachero o irónico puede hacer que ya no lo parezca. A ver si ahora resulta que la dignidad del tribunal no es compatible con lucir hiyab pero sí con los modales tabernarios…
La urbanidad no es hacer zalemas, sino comportarse de acuerdo a la conveniencia de dónde en cada caso se está. Y si se ejerce autoridad o se representa a una institución que decide sobre la vida de los ciudadanos, es particularmente necesaria. No le vendrá mal a la desenvuelta magistrada un repaso del libro Ejemplaridad pública (ed Taurus), de Javier Gomá.
Fernando Savater, EL PAÍS, 2/2/2010