EL HARTAZGO ciudadano ante el despilfarro del sector público no ha sido suficiente para que el Estado de las autonomías racionalice el colosal gasto y tamaño que ha adquirido en los últimos casi 40 años. España se ha convertido en un país que soporta una pesada estructura compuesta por 17 mini Estados, que se suman al Gobierno central y los más de 8.000 Ayuntamientos que financian los contribuyentes. El coste del funcionamiento de esta maquinaria no sólo es desmesurado sino que, además, no está fiscalizado al detalle en todos sus apartados. Esto ha permitido a muchos gobernantes convertirse en regentes de reinos de taifas con un complejo entramado de empresas públicas, parlamentos y órganos administrativos al servicio de sus intereses y de los de sus afines. Una situación insostenible por más que los políticos traten de aparcar el debate.
No es la primera vez que pedimos una racionalización del gasto de las Administraciones Públicas. Pero las conclusiones del informe de Convivencia Cívica Catalana bajo el título ¿Cuánto nos cuestan los parlamentos autonómicos? merecen retomar la reflexión sobre a dónde nos ha llevado la descentralización alocada del Estado español.
Más allá de los 336 millones de euros que los parlamentos autonómicos costaron a los contribuyentes en 2016, lo que llama la atención de este estudio es cómo refleja la arbitrariedad con la que se elaboran los presupuestos de las Cámaras regionales en algunos puntos y el descontrol que hay sobre las subvenciones a partidos políticos a nivel autonómico.
Un ejemplo. El coste de la Asamblea de Extremadura, un territorio con 1,1 millones de habitantes, es próximo a 13,6 millones de euros. Es llamativo que esta cifra sea un tercio superior a la que manejan las Cortes de Castilla–La Mancha con 9,7 millones de euros para atender a una población próxima a los 2,1 millones de ciudadanos.
Pero el caso más escabroso es el de Cataluña, donde el Parlament tuvo un coste en 2016 superior a los 51,9 millones. Se trata de una cuantía que casi dobla a la que manejó en ese periodo la Asamblea de Madrid. Aún hay más. El informe pone de relieve que un parlamentario de la cámara catalana tiene un coste medio casi similar a la suma de uno del Congreso más otro del Senado.
Sin embargo, lo más sorprendente de las cuentas del Parlament es el apartado que atañe al reparto de subvenciones entre sus grupos políticos. El pasado año, la cámara catalana concedió a los partidos 15,8 millones de euros en subvenciones para actividades parlamentarias. Esta cifra equivale a lo que repartieron a nivel nacional Congreso (9,3 millones) y Senado (6,8 millones) juntos, según el citado documento. De esa cantidad, Junts Pel Sí recibió más de siete millones, cifra que supera lo que ingresaron en conjunto PP, PSOE y Podemos en el Congreso de los Diputados.
La discrecionalidad con la que se manejan estos presupuestos confirma, una vez más, lo que tantas veces hemos denunciado. El gasto de la mastodóntica Administración española no responde a racionalidad alguna y debe ser ajustado. Máxime cuando España cuenta ya con una deuda pública que prácticamente equivale a su PIB y sigue sin cumplir con el déficit. De hecho, si el Gobierno cumple con sus objetivos, este año tendrá que reducirlo del 4,6% al 3,1%. Esto equivale a un ajuste próximo a 15.000 millones de euros, lo que exigirá un mayor esfuerzo fiscal y más recorte de gasto. Antes de subir impuestos o continuar con la austeridad en la inversión pública –que tiene un impacto directo en el empleo–, lo lógico sería acabar con el despilfarro de los mini Estados autonómicos.
El Estado de las autonomías se concibió para reconocer la pluralidad de España y dotar a los ciudadanos de una Administración más eficaz y cercana. Pero el derroche y ambición de algunos gobernantes ha derivado en un complejo entramado de pequeños estados repletos de duplicidades y alejados por completo del sentir de una ciudadanía que en los últimos años ha tenido que apretarse el cinturón, entre otros motivos, para mantener un Estado desorbitado.