José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

Las relaciones entre el independentismo catalán y el PNV están rotas tras conocerse los ‘papeles de Urkullu’, lo que añade una quiebra más a la mayoría de investidura

¿Qué es lo peor de la política? ¿La corrupción, la traición, la hipocresía, la cobardía, la incoherencia, la mentira, la deslealtad? Sea lo que fuere, el lendakari Iñigo Urkullu le atribuye a Oriol Junqueras encarnar ese estigma. Lo hace en los papeles que el presidente del Gobierno vasco ha entregado a los archivos de la Fundación Sabino Arana y del Monasterio de Poblet, en los que quedan reflejadas las gestiones de su mediación con Carles Puigdemont, Mariano Rajoy y Pedro Sánchez, en el otoño de 2017.

El dirigente nacionalista vasco, a requerimiento del expresidente de la Generalitat, intentó evitar tanto la declaración unilateral de independencia como la aplicación del artículo 155. No tuvo éxito ni en lo uno ni en lo otro, y así lo reconoció, evidentemente frustrado, cuando compareció como testigo en la vista oral del juicio contra 12 dirigentes sociales y políticos independentistas ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo el 28 de febrero de 2019.

Los 600 folios que integran los ya conocidos como ‘papeles de Urkullu‘ —desvelados en su totalidad por el diario catalán ‘El Periódico’— no reflejan toda la historia de su mediación. Faltan las respuestas a sus cartas y ‘mails’, y anotaciones sobre las contestaciones verbales que recibió. En todo caso, es claro que el PNV, a través suyo, jugó un papel importante en aquellas fechas del otoño de 2017, tanto por interés altruista de evitar un conflicto como por eludir el grave precedente de la aplicación de la cláusula de coerción que implica el artículo 155.

El legajo de Urkullu se ha dado a conocer de manera casi simultánea a la distribución del primer tomo de memorias (‘Me explico’) de Carles Puigdemont, en el que, con la transcripción de Xevi Xirgo, el expresidente de la Generalitat trata de relatar, siempre de manera inconexa y confusa, su particular versión de los hechos que le llevaron a declarar unilateralmente la independencia de Cataluña, luego a suspenderla e, inmediatamente después, a huir a Bélgica previendo que debería comparecer ante la Justicia. Pronto —también en castellano y en la editorial Plaza y Janés— se publicará el segundo volumen de estas peculiares memorias y desmemorias del líder secesionista bajo el título ‘La lucha en el exilio’.

Hay algo común en Urkullu y Puigdemont: su pésimo concepto sobre la forma de conducirse de Oriol Junqueras y, en general, de los políticos de ERC. Importa mucho más el testimonio del vasco que el del catalán, porque el lendakari es un observador lejano, bienintencionado y ajeno al conflicto que es llamado a él para tratar de paliarlo. Sabido es que Junqueras, Rovira —la secretaria general del ERC huida a Suiza— y el propio Rufián —“155 monedas de plata”, aquel tuit ominoso— fueron plenamente corresponsables, e incluso instigadores, de los despropósitos de Puigdemont. Y los republicanos —¡qué paradoja!— son ahora socios, al menos nominalmente, del Gobierno de coalición tras firmar ERC y el PSOE el acuerdo de la mesa de diálogo que ya puede darse por fracasada.

La historia del proceso soberanista no podrá escribirse sin tener en cuenta los papeles de Urkullu. Y del juicio que le merece Oriol Junqueras, un hombre de apariencia seráfica, pacífica y conciliadora, de modos abaciales, de discurso parroquial, de bondadosísimos sentimientos y de pulsiones solidarias. De todo eso, nada de nada. “En él se encarna lo peor de la política”, escribe Urkullu, y acaso en esa frase esté el quid de la cuestión que no desarrolla, que no explica, que no justifica y en la que descarga un juicio moral tan intenso como reprobatorio.

¿Cómo van a colaborar ERC y el PNV en el Congreso como mimbres de la mayoría de investidura? Difícilmente. Porque si el máximo responsable de los republicanos “encarna lo peor de la política”, los nacionalistas vascos están vinculados por esa opinión tan peyorativa —¿puede haberla más?— que resulta ineludible, hasta el punto de que, en buena lógica, daría al traste con su relación de colaboración.

En la propia Cataluña, y en declaraciones a ‘El Correo’ de Bilbao, Marta Pascal, la nueva lideresa del Partido Nacionalista Catalán, ha distanciado mucho más al PNV de los independentistas catalanes: “El referente de Puigdemont es Otegi; el mío es Urkullu”, lo cual, todo sea dicho, es cierto. El separatismo en Cataluña se identifica mucho más con EH Bildu que con los nacionalistas vascos.

Este distanciamiento de los republicanos y los seguidores de Puigdemont con el PNV abre una grieta más —a poco tiempo de que comience el debate de los Presupuestos— en la mayoría parlamentaria que apoya al Gobierno y hace mucho más que verosímil —es decir: probable— que las cuentas públicas se aprobarán con los 155 votos de la coalición de Gobierno, los 10 de Ciudadanos, los seis del PNV y una recolección de otros pequeños partidos (de Canarias, de Teruel, de Cantabria, de Valencia), sin descartar que el giro del PP propicie, como quieren los conservadores europeos, una asistencia, por activa o por pasiva, a las cuentas públicas, imprescindibles para implementar las ayudas del fondo de reconstrucción de la UE.

Esta hipótesis, sin embargo, plantea una derivada peligrosa: las tensiones que generará en Unidas Podemos, parte de cuyos 35 diputados responden a fidelidades diferentes y estrategias distintas. Entre Jaume Asens (el líder ‘común’) y Enrique Santiago (el líder del PCE), las distancias parecen evidentes, estando de por medio un Iglesias asediado por sus muchos problemas de variada índole.

Todos ellos están a la espera de que Santiago Abascal los vuelva a juntar en su marciana moción de censura. Pero, sea así o no lo sea, ahí queda, esculpido en piedra, el juicio de Iñigo Urkullu: “Lo peor de la política se ha encarnado en Junqueras”. La afirmación podría no constituir una sorpresa. Pero, en un hombre contenido como Urkullu, sorprende. Será que la verdad se impone, como debe ser, al comedimiento hipócrita.