KEPA AULESTIA-EL CORREO

La declaración de pandemia, el estado de alarma y la emergencia sanitaria parecían anunciar en marzo de 2020 un paréntesis de quince días o un mes fuera de la normalidad. Pero ha durado dos años. Ni los responsables públicos ni los procesos de decisión institucionales estaban preparados para afrontar una crisis de semejante envergadura. Aunque la política siempre ha transmitido el mensaje de que se trataba de algo pasajero. Ayer el lehendakari Urkullu anunció el inicio de «una nueva época». Pero las vivencias de vulnerabilidad y desprotección, de incertidumbre y aturdimiento, han debido operar cambios en mayores y jóvenes de los que las instituciones se hacen eco solo en tanto que han aflorado patologías. Como si la política pudiese retomar su curso porque no hay mal que por bien no venga.

Urkullu ha contado con una ventaja. Pudo convocar elecciones autonómicas el 12 de julio de 2020, y su gestión de los cuatro primeros meses de la crisis obtuvo buena nota. Ello le concede ahora dos años y medio de margen para completar su misión de la legislatura. Pero falta por comprobar qué efectos ha podido tener tanto tiempo fuera de la normalidad en la relación entre sociedad y política, entre ciudadanos e instituciones en Euskadi. Aunque, como ocurriera con la anterior crisis, es probable que el PNV salga también de ésta como el partido menos afectado por la zozobra general.

La excepcionalidad de la situación reforzó las atribuciones del poder ejecutivo respecto al legislativo en todas las democracias. Pedro Sánchez patentó la marca «Gobierno de España», que los socialistas emplean como si fuese suyo en exclusiva. Consagró la cogobernanza dirigista igualando en el protocolo a las autonomías. Y descubrió que él solo debía ser portavoz de las buenas noticias. Nunca estuvo claro quién exactamente y cómo adoptaba las decisiones, sobre qué criterios, tras el mantra oficial de que obedecían al parecer de los científicos. Y se ha evitado instituir una evaluación de aciertos y errores que de seguro no se hará tras pasar página. Urkullu también ha sido partícipe de todo eso.

Nunca sabremos por qué Euskadi ha estado durante dos años a la cabeza de la incidencia del covid-19 en España. Pero es posible que los vascos nos hayamos sentido esta vez igual que los demás. Ni más a salvo, ni más responsables. La pandemia ha disipado la ventaja competitiva de creernos mejores. Y la perentoriedad de las necesidades inmediatas aparca quimeras y aspiraciones identitarias. Pero cerrado el paréntesis del SARS-CoV-2 continuaremos con el gobierno sin oposición de las instituciones vascas. Si acaso con la seguridad de que no se reabrirá la carrera soberanista de inmediato. «Una nueva época» requeriría una política mejor. Pero el borrador de bases para una nueva ley educativa ha eludido partir de un diagnóstico común y a fondo, se propone dar la vuelta al calcetín de los modelos lingüísticos de manera voluntarista, y pretende hacer confluir las redes pública y concertada con media docena de frases. Un ejemplo de lo que no es fundacional.