Iñigo Urkullu ha pedido a Pedro Sánchez que convierta España en una confederación de Estados y no apostaría yo en contra de la posibilidad de que la propuesta cuaje. Porque en una interpretación «constructivista» de la Constitución, que es la defendida por la magistrada María Luisa Balaguer, España puede ser una, diecisiete o setecientas en función de lo creativo que se sienta ese día el Tribunal Constitucional.
Y es que si el Poder Ejecutivo puede saltar con pértiga sobre la separación de poderes enmendándole la plana al Judicial con una amnistía a los delincuentes de su elección, ¿por qué no va a poder el Constitucional, que por cierto no es ni siquiera Poder Judicial, invadir las competencias del Poder Legislativo? Y no ya del Poder Legislativo, sino del poder soberano original que le pertenece a todos los ciudadanos españoles.
En realidad, la confederación es un concepto académico sin traslación real en un mundo de Estados nación. Pero de lo que se trata aquí es de utilizar el eufemismo de «independencia» más digerible posible para que Sánchez no tenga ni siquiera que molestarse en arrancar el motor de su Departamento de Propaganda. Tanto la independencia como la confederación, de ser posible ese engendro en la práctica, son inconstitucionales. Pero para eso está el Constitucional. Para saltarse la Constitución a gusto de la mayoría gubernamental de turno.
Es un hecho incontrovertible que las confederaciones no existen más allá de los manuales de Ciencia Política. Oficialmente, sí, Suiza es una confederación de Estados. En la práctica, es una federación con niveles de autonomía para sus 26 cantones muy similares a los de las comunidades autónomas españolas. Si España pasara mañana a llamarse Confederación Hispana, sin cambiar un solo milímetro la política territorial actual, ningún politólogo podría levantar el dedo.
Claro que en una interpretación no ya constructivista, sino creativa del Derecho, también la UE es una confederación de Estados. Confederación puede ser cualquier cosa que se parezca de lejos a la idea platónica de confederación, aunque visto de cerca se parezcan como un huevo a una castaña. En la caverna cualquier cosa cuela.
Quizá a eso se refiere Urkullu. A que España se convierta en una pequeña UE dentro de la UE donde los españoles a uno y otro lado del río se sientan obligados por las Administraciones regionales a tratarse los unos a los otros como hoy se tratan los finlandeses y los portugueses.
Por no decir que en una confederación se une lo que está desunido mientras que en la confederación a la vasca se desune lo que está unido porque su motivación última es el supremacismo. Lo que Urkullu llama confederación es una independencia pagada por los madrileños, un divorcio al que se le llama matrimonio para no asustar a los niños, que son los ciudadanos españoles.
Porque para Urkullu, España es una nación de naciones, pero el País Vasco es una nación monolítica, unitaria, monolingüe e indisoluble cuya soberanía pertenece sólo a los vascos de sangre.
El divorcio, por cierto, sería extraordinariamente selectivo. Porque sólo afectaría a Cataluña, País Vasco, Galicia y, claro, Navarra, cuyo destino es convertirse en un callejón sin salida del barrio de Neguri. De lo que se trata aquí es de que Pascual, L’Oréal, Cidacos y Semark trasladen su sede fiscal a Vitoria-Gasteiz sin que Iberdrola, BBVA y el Grupo Mondragón hagan lo propio hacia Madrid.
Pero lo más llamativo, por no decir hilarante, es la intención de Urkullu de «reinterpretar» la Constitución de 1978 sin necesidad de «retocarla».
España sí albergó, hace 150 años, una confederación. Ocurrió durante la Tercera Guerra Carlista, y comprendió los territorios de Álava, Guipúzcoa, Navarra y Vizcaya. Fue un Estado carlista, católico, defensor de la unidad de España y, sobre todo, fiero opositor a la democracia liberal. Ese es el verdadero origen del Estado confederal que exige Urkullu, y lo extraño no es que él lo defienda, sino que no sea disparatado pensar que el PSOE, un partido presuntamente progresista, podría estar dispuesto a negociarlo. De hecho, no ha dicho que «no» a la propuesta de Urkullu, que es su manera de decir «pudiera ser».
Quién le iba a decir a los carlistas del siglo XIX que lo más cerca que iban a estar nunca de devolver España al Antiguo Régimen sería gracias a un partido socialista llamado PSOE. Y así están los caciques regionales: eufóricos. Ojo a Cartagena, que igual se anima también.