EL IMPARCIAL 05/10/13
JAVIER RUPÉREZ
No es esta la primera vez que el gobierno americano cierra sus puertas. Es decir, la peculiar tesitura en que, sin autorización para el gasto, el ejecutivo deja de pagar a una porción importante de los empleados públicos, que por un tiempo indefinido se ven obligadas a quedarse en casa y sin sueldo. La última fue en 1995 y, como ahora, reflejaba la tensión existente entre una mayoría parlamentaria y un ejecutivo en minoría. Cabe recordar que el precedente tiene mucho que ver con la situación actual: en ambas el presidente de la Cámara de Representantes era un republicano, en ambas esa cámara tenía mayoría republicana y en ambas el presidente era, y es, demócrata. Lo cual, tanto entonces como ahora, tiende naturalmente a situar en el debe de los republicanos la extremosidad y las negativas consecuencias de la medida.
Claro que desde el punto de vista constitucional la peculiar coyuntura tiene su explicación en el sacrosanto principio del “gobierno dividido”, que en general tantos y tan buenos resultados ha ofrecido en la historia de los Estados Unidos en aquello que evita la preeminencia de ninguno de los elementos del gobierno de la nación sobre los otros y en el sabio alcance que normalmente adquiere la práctica de los “checks and balances” para dar al sistema ecuanimidad y equilibrio. Los escépticos tienden a situar el problema en el marco más o menos habitual de la gresca entre legislativo y ejecutivo y a rebajar sus alcances: al fin y al cabo, dicen, las funciones básicas nacionales no se ven afectadas —fuerzas armadas, servicios de emergencia y seguridad, aviación civil- y el problema tiende a solucionarse en unas pocas semanas.
La inmensa mayoría de la población americana, que como en otras partes del mundo tiene una pésima opinión de sus clase política, no comparte esa amable visión de la visible incomodidad, a la que concede graves prejuicios —y razón no le falta: son centenares de miles los funcionarios que en la ocasión se ven obligados a restringir consumo y gastos, como miles son los contratistas con la administración que ven cortados o interrumpidos sus trabajos, como miles son también los turistas que quieren y no pueden visitar museos o zoos del Smithsonian, o parques naturales, o monumentos como la Estatua de la Libertad o el memorial de Lincoln- y carga el costoso capricho sobre las espaldas de unos personajes que se dedican a jugar con las cosas de comer a costa del sufrido contribuyente. Por más que en el confuso trámite de la explicación de lo que ocurre se llenen la boca con grandes reclamaciones de principios abstractos y abstrusos mientras practican el inevitable deporte de echar la culpa al contrario. Lo que en inglés, en frase tan breve como feliz, se conoce como el “blame game”. Hasta ahí, detalle más, detalle menos, nada que no pudieran comprender los políticamente hastiados ciudadanos de otros países, desde España hasta Irlanda pasando por Hungría o el Reino Unido de Gran Bretaña.
El problema en los Estados Unidos se complica porque el recurso al cierre gubernamental ha sido utilizado para conseguir efectos ajenos a lo que pareciera debiera ser el objeto de la pelea. Es decir, los presupuestos. Los republicanos que han utilizado su mayoría parlamentaria para bloquear el desempeño gubernamental lo hacen para conseguir que Obama aplace la aplicación de su reforma sanitaria. Reforma que, dicho sea de paso, no ha sido afectada por el cierre y de hecho ha comenzado su andadura el 1 de Octubre de 2013, el mismo día en que el gobierno anunciaba la suspensión parcial de sus actividades. De otro lado y mal que les pese a muchos ciudadanos americanos —republicanos y demócratas, dicho sea de paso- la reforma sanitaria en forma de ley, conocida como el “Obamacare” ya tuvo su respaldo parlamentario e incluso su aprobación por parte del Tribunal Constitucional, de manera que el recurso ahora utilizado por la mayoría republicana de la Cámara de Representantes equivale a un pataleo con la finalidad de deshacer lo que la legislatura y la judicatura han respaldado. Y que, además, solo indirectamente tiene que ver con la disputa presupuestaria. Fácil será comprender que en esa tesitura la acongojada ciudadanía comprenda poco de lo que está ocurriendo y menos o nada de los juegos a los que los políticos se dedican.
Claro que esta, como tantas otras refriegas políticas, no es solo una historia de buenos y malos y todos llevan su parte de culpa. La calidad de la administración Obama, tanto en lo doméstico como en lo internacional, es manifiestamente mejorable y los republicanos en conjunto llevan razón cuando predican, hasta ahora en el desierto, la urgente necesidad de cortar la orgía de gasto y endeudamiento en que están sumergidos los Estados Unidos. Pero hasta el más lerdo comprende que en la proporción está el gusto y que nada se gana pegando una patada a Obama en el trasero de los funcionarios.
Cuando además los demócratas tienen pocos pelos de tonto y con naturalidad han hecho recaer la culpa de lo que está ocurriendo en los republicanos radicales del “Tea Party” y sus aliados objetivos del ala libertaria radical, que con figurones como Ted Cruz y Rand Paul, infunden miedo al más fajado de los mortales. Como será la cosa que el Presidente de la Cámara de Representantes, el republicano Boehner, acaba de anunciar que él no se prestará a la maniobra que consiste dejar en “default” al país y los propios republicanos intentan introducir medidas paliativas, como permitir el acceso al zoo de Washington o a la Estatua de la Libertad en Nueva York. Consuelos cortos de niños memos. Pero mucho es de temer que el daño que los republicanos se autoinflingen está ya irremediablemente hecho.
Es bien sabido que las elecciones democráticas son a menudo y en mayor medida perdidas por el gobierno que ganadas por la oposición. En circunstancias normales, y viendo lo visto, una manada republicana hábilmente dirigida tendría buenas posibilidades de hacerse con las cámaras legislativas en 2014 y con la Casa Blanca en 2016. Pero es tan torcida su dirección, tan incomprensible su estrategia, si alguna, tan extremosos sus planteamientos que bien pudiera ocurrir lo contrario: que pese a los evidentes y graves defectos de la experiencia demócrata los republicanos se queden en donde el electorado les ha dejado en las dos últimas elecciones presidenciales. En la estacada. Y es que concebir a Ted Cruz en la Casa Blanca es droga realmente dura.
Cámbiense ligeramente las tornas, sustitúyanse los nombres, altérese el nombre del país y se comprenderá perfectamente el vía crucis por el que los norteamericanos atraviesan en estos momentos.