Jesús Cacho-Vozpópuli

 

«Acabo de mantener una fructífera conversación con el presidente Joe Biden, en la que hemos abordado varios temas de interés común, en especial, la situación en Afganistán y la colaboración entre ambos Gobiernos en la evacuación de ciudadanos y ciudadanas desde ese país». Noche del sábado 21 de agosto y primera aparición coherente del presidente del Gobierno tras días de aparatoso silencio en plena crisis de Agfanistán. En la foto que aderezaba el tuit presidencial se veía a Pedro Sánchez recién llegado de sus vacaciones en La Mareta, muy trajeado de azul celeste, sentado en su despacho en Moncloa, y en la imagen no era posible discernir si calzaba alpargatas o siquiera si vestía algún tipo de prenda de cintura para abajo, porque nuestro Pedro es muy capaz de conversar con Biden en pelota picada sin que nadie de su entorno se escandalice. Él es así y camina por la vida con el ego bastante como para presentarse en calzoncillos ante esa Von der Layen que, muy de capa caída en Bruselas y alrededores, muy cuestionada desde el episodio de la compra de las vacunas, había vuelto a caer en la mañana de ese sábado rendida a los encantos de nuestro Valentino, como ocurre cada vez que a la señora se le presenta ocasión de viajar a Madrid para echar una mano.

El atrezo de la foto volvía a poner en evidencia el carácter irrepetible de este descuidero de la política que no acaba de creerse que es el presidente del Gobierno de España y hace colocar su cartera sobre la mesa de despacho, bien clarito en primer plano ese «presidente del Gobierno» en letras doradas, y que al mismo tiempo decora la mesa con dos pilas de papeles a modo de expedientes en estudio, un tipo a quien el trabajo gusta lo justo y menos aún someterse al esfuerzo de redactar una tesis o analizar un informe mínimamente enjundioso. Pero nuestro Sancho ha salido del sueño de La Mareta con cierta fortuna. Desacreditado ante una mayoría de socios europeos, con esa imagen de chico de los recados que corre a situarse a la altura de Joe Biden por un pasillo en Bruselas, Sánchez necesitaba un golpe de efecto capaz de hacerle recuperar algo de respeto. La terrible y escandalosa crisis de Afganistán le ha venido como anillo al dedo. Imagen, imagen, imagen. Todo en Sánchez es relato, fanfarria, decorado de cartón piedra, como aquellos pueblos que en la Rusia profunda plantaban delante de Catalina la Grande cada vez que la zarina se desplazaba de visita.

Sánchez necesitaba un golpe de efecto capaz de hacerle recuperar algo de respeto. La terrible y escandalosa crisis de Afganistán le ha venido como anillo al dedo. Imagen, imagen, imagen. Todo en él es relato, fanfarria y decorado de cartón piedra

Parece que la operación de repatriación de los españoles destacados en Kabul, y sus colaboradores afganos, ha salido bien, albricias, gracias al esfuerzo, la pericia y el valor de nuestros militares, gente de ese Ejército siempre preterido a la hora de dotar sus necesidades en los PGE, cuando no vilipendiado incluso por alguno de los ministros que forman parte del Ejecutivo. Fiel reflejo de su aparatosa «grandeur», Sánchez ha pretendido convertir a España, un país de segundo nivel en cuanto a los intereses en juego en la zona, en eso que Moncloa ha llamado «un gigantesco hub» de desembarco de Afganos en suelo europeo, algo que recuerda como dos gotas de agua el caso del «Aquarius», aquel barco que con 629 náufragos a bordo no quería nadie y que finalmente España aceptó acoger apenas unos días después de que nuestro Campeador accediera a la presidencia, junio de 2018, dispuesto como estaba a marcar paquete ante medio mundo. De aquellos náufragos nunca más se supo una vez se apagaron los ecos de la fanfarria propagandística que interesaba a Sánchez y al PSOE. El bergante ha dicho ahora que «España no va a dejar solos a los afganos». La UE admite que no tiene ningún plan para los miles de refugiados que está importando. Sánchez tampoco, claro está, pero eso a él le importa una higa. Como de costumbre, su plan no va más allá de usar a los afganos como a un clínex. A él ya le vale con que el esperpento aguante cuatro días y le permita recuperar resuello, además de hacer olvidar el absentismo de La Mareta.

Él juega al buen samaritano, de espaldas a la realidad de esos niños marroquíes a los que hay que devolver a sus casas más allá de Ceuta con escaso respeto al ordenamiento jurídico, o de esos cubanos cuya demanda de ayuda frente a los excesos de la dictadura se ignora o, mucho peor aún, mucho más grave y lacerante, el de esos millones de catalanes no independentistas cuyos derechos, no solo lingüísticos, diariamente se mancillan en Cataluña por parte de los queridos socios que le mantienen en el poder. La crisis de Afganistán debe servirle de lanzadera para encarar con éxito la vuelta al cole tras las vacaciones de verano. Del ministerio de Economía de «nada» Calviño no paran de salir augurios de buenas noticias. Al parecer, los indicadores adelantados anuncian una recuperación esplendorosa para este otoño, y ojalá tenga razón doña Nadia, ojalá este país recupere cuanto antes los niveles de actividad previos a la pandemia, aunque sin reformas de calado desde 2013, con serios intentos de desvirtuar las pocas realizadas por el Gobierno Rajoy, y con una presión creciente sobre la actividad empresarial por parte de los socios comunistas del Ejecutivo, es imposible que ese crecimiento siquiera llegue a igualar lo que la economía ha perdido tras la crisis del Covid.

A estas alturas del curso político no hay un español informado que piense que Sánchez Pérez-Castejón no vaya a llegar con desahogo al final de la legislatura. La tarea inmediata estará centrada en la elaboración de los PGE de 2022 que el sujeto conseguirá sacar adelante con cierta facilidad, contando con unos socios dispuestos a sostenerle en la peana sin la menor duda siempre y cuando el sujeto siga dispuesto a abonar el precio correspondiente, altísimo en términos de integración de país y de calidad democrática. A decir verdad, el grado de división, de descomposición incluso, que se advierte en el movimiento independentista es hoy tan evidente que el «problema catalán», un yugo al que seguiremos uncidos durante mucho tiempo, se ha convertido en un obstáculo más teórico que práctico, una pesadilla que se mantiene viva a cuenta del esperpento que en términos de un país socio del club de los 27, país desarrollado en pleno siglo XXI, en términos incluso patrióticos, supone la presencia de un espécimen como Sánchez en la presidencia del Gobierno de España necesitado del apoyo parlamentario de los enemigos de España, un problema que dejaría de serlo con un presidente, una clase política y una sociedad civil fuerte y dispuesta a poner en su sitio, el de cualquier minoría respetada, a los sediciosos y a gobernar para la inmensa mayoría de catalanes cuyos derechos son conculcados desde hace décadas por la mafia separatista.

El nivel de desgaste de Sánchez es brutal, propio de un presidente en el tramo final de un segundo mandato, como lo prueba el hecho de que no pueda asomar la jeta por cualquier plaza de España sin que el PSOE movilice antes a la gente de la agrupación local para tratar de contrarrestar los abucheos

De modo que Sánchez reunirá la mesa de diálogo, plasmará en una foto la farsa de un objetivo imposible, porque hay ciertas cosas con las que ni siquiera un roba gallinas como él puede negociar, e irá ganando tiempo, que es lo que le conviene. Hilo a la cometa separatista. Y ningún problema para lograr que Bruselas y sus burócratas, cada día más víctimas de la crisis de credibilidad que atenaza al proyecto, traguen con las imposiciones de los socios de Sánchez en materia de control de alquileres, nuevas subidas del SMI, impuesto de Sociedades, mercado eléctrico, etc. Un curso por delante, pues, hasta cierto punto plácido para un sátrapa que se dispone a abordar la gran operación de la legislatura, «su» operación, la del reparto del maná europeo, una lotería de la que espera lograr la configuración de una nueva sociedad e incluso un nuevo país. Reparto de la pasta con la vista puesta, ingeniería social mediante, en la creación de un gran bloque de izquierdas subvencionadas y dispuestas a sostener al líder supremo en la peana por tiempo indefinido, con el apoyo de una nueva oligarquía de Rosauros igualmente mantenida desde el poder con el dinero público.

Lo dicho no excluye la existencia de algunas incógnitas en esta vuelta al cole. Una de ellas centrada en las elecciones alemanas a celebrar el próximo 30 de septiembre, y de cuyo resultado podría depender un endurecimiento de la política monetaria del BCE y el principio del fin del programa de compra de deuda soberana. La otra reside sin duda en el eventual adelanto de las elecciones andaluzas. Juanma Moreno parece haber consolidado una cómoda mayoría absoluta, siempre con la ayuda de VOX, claro está, de modo que la posible disolución adelantada del parlamento andaluz es una carta que el andaluz guarda en su bocamanga consciente de la importancia del envite no solo para Andalucía sino para la política nacional. Una nueva derrota de Sánchez, esta vez con candidato propio tras la defenestración de Susana Díaz, confirmaría el marchamo de perdedor electoral que Díaz Ayuso esculpió de forma sangrante en su frontispicio el 4 de mayo pasado. El resultado de las andaluzas permitiría una fotografía de la situación real de cada partido y de la correlación de fuerzas, y sería el más serio aviso de que la suerte de Sánchez puede cambiar a pesar de la vuelta al crecimiento y del uso del maná europeo.

Es el momento del Partido Popular y de Pablo Casado. Entre los escombros del Madrid liberal sigue existiendo la sensación de que el palentino no acaba de dar con la tecla de los mensajes que envía, asunto que muchos achacan a su entorno y que otros apuntan a una doble obsesión con Sánchez y con VOX. Ambos han venido para quedarse. El primero, hasta finales de 2023 en el mejor de los casos; el segundo, para mucho tiempo. De donde se infiere que Casado haría bien en olvidarse de ellos y centrarse en la tarea que se antoja fundamental para el tiempo que se avecina. Por un lado, aminorar en la medida de lo posible el destrozo que la continuidad de Sánchez al frente del Gobierno pueda suponer. «¿Qué está pasando en España?», preguntaba este agosto un perplejo Michel Guérard, tres estrellas Michelin, padre putativo de la nouvelle cuisine, a un inquilino español de su lujoso (y carísimo) Les Prés d’Eugénie, en Eugénie-les-Bains, muy cerca de Mont-de-Marsan. «Viajo con frecuencia al País Vasco y a Madrid para ver qué hacen sus grandes chefs y lo que veo no me gusta nada. Veo un país que se está deshaciendo a marchas forzadas».

Cuando le llegue la hora a Casado, que le llegará, debe tener lista una batería de decretos leyes para lanzar durante sus primeros cien días de Gobierno. Que no le ocurra lo que al bobo de Mariano Rajoy

Sánchez no caerá por la presión de una UE asolada por la crisis de valores y la debilidad extenuante a la que le han sometido las nuevas ideologías disolventes, con lo políticamente correcto a la cabeza. Caerá como siempre cayeron los tiranos vocacionales, víctimas del hartazgo de la ciudadanía ante la obscena exhibición de iniquidad (soberbia y falta de escrúpulos) que llevó a tantos madrileños a manifestarle su rechazo en las urnas el 4 de mayo pasado. El nivel de desgaste de este individuo es brutal, propio de un presidente en el tramo final de un segundo mandato, como lo prueba el hecho de que no pueda asomar la jeta por cualquier plaza de España sin que el PSOE se vea obligado a movilizar antes a la gente de la agrupación local para tratar de contrarrestar los abucheos con que su presencia es recibida en casi todas partes. De ahí la importancia de la segunda tarea a la que Casado está obligado: centrarse en la definición de una alternativa fiable.

Lo fundamental, lo sabe bien Casado y su entorno, es empezar a trabajar en una propuesta atractiva de futuro, en armar un plan de reformas profundas de las que este país anda tan necesitado, en tener lista para cuando le llegue la hora, que le llegará, una batería de decretos leyes para lanzar durante sus primeros cien días de Gobierno. Que no le ocurra lo que al bobo de Mariano Rajoy, que sabiendo como hasta el menos informado sabía que le iba a tocar gobernar al menos un año antes del desastre zapateril, fue capaz de presentarse en Moncloa a finales de 2011 con las manos en los bolsillos. Me consta que en ello está el PP, un partido condenado a hacer olvidar con buenas acciones y mejores políticas los desastres que para la España liberal significaron los Gobiernos de Aznar y, no digamos ya, de Rajoy. Obligado, si de verdad pretende hacer volver a la «casa del padre» a quienes la abandonaron a partir de 2014 para irse a Ciudadanos o a VOX. La inminente convención que el partido se dispone a celebrar en octubre debería servir de punto de partida para ese gran programa de rearme ideológico y, sobre todo, legislativo. No es que uno sea un entusiasta de la cosa, pero es lo que hay. La única, quizá última esperanza antes del apaga y vámonos que supondría la definitiva entronización en el poder del amoral que nos gobierna.