EL CONFIDENCIAL 01/02/17
JOAN TAPIA
· Si convoca para el mismo día elecciones autonómicas y el referéndum ilegal, colocará a toda España en una situación límite
Los dados están echados. Tras la decisión el sábado de la CUP de aprobar los Presupuestos de la Generalitat para 2017, vamos directos al choque de trenes y a una grave confrontación entre la Generalitat y el Estado. Y el próximo lunes, 6 de febrero, veremos la primera batalla de esta etapa final del choque en el juicio contra Artur Mas, Joana Ortega e Irene Rigau por la ‘consulta participativa’ del 9-N de 2014, en la que votaron 2,3 millones de catalanes, una tercera parte de los que podían hacerlo.
La ‘consellera’ de Gobernación, Meritxell Borràs, una convergente histórica de L´Hospitalet muy afín a Artur Mas, ha sugerido a los funcionarios que pidan un día festivo para manifestarse contra dicho juicio, y el presidente de la ANC, Jordi Sánchez, dijo el lunes que ya tenían 15.000 inscritos para los autobuses fletados en toda Cataluña para la protesta.
· La operación Diálogo ya es pasado, y Pablo Casado acusa ahora a la Generalitat de nada menos que «prácticas de regímenes totalitarios»
Por su parte, amparado en las repetidas declaraciones del exjuez, activista y senador de ERC Santiago Vidal —que fue separado de la carrera judicial por elaborar un proyecto de constitución de una Cataluña independiente—, el PP ha enterrado de hecho la operación Diálogo de la vicepresidenta —de muy corta vida— y ha recuperado el lenguaje del enfrentamiento radical. Así, el lunes, Pablo Casado —después de la reunión de la ejecutiva del PP— acusó a la Generalitat de aplicar prácticas de regímenes “totalitarios” y “xenófobos”, y subrayó que el Gobierno tendrá una actuación firme pero “sin estridencias”. Se ve que acusar de “totalitario” y “xenófobo” a un Gobierno autónomo no es para Pablo Casado una estridencia sino solo una réplica proporcionada. ¡Significativo!
Estamos pues en una escalada que el lunes subirá de intensidad, porque se pretende que en el inicio del juicio a Mas la ‘marea de protesta’ alcance tal dimensión cuantitativa que pueda trastocar su celebración. Una política tan hábil y poco sospechosa (excepto para algún fundamentalista) como Inés Arrimadas declaraba el domingo a ‘El Mundo’ que “si solo actúa la Justicia, alimentas el victimismo independentista”. Lo veremos el lunes, pero ya la semana pasada Mariano Rajoy declaró a Onda Cero que podía hablar de más inversión pública en Cataluña (lleva años por debajo de lo que correspondería por su PIB), o de financiación autonómica (la ley indicaba que tenía que funcionar en 2014 y la grave crisis fiscal de España es una eximente solo parcial), pero que no estaba dispuesto a negociar ni el referéndum, ni el pacto fiscal (aunque Euskadi y Navarra lo tienen), ni un nuevo estatuto de autonomía. ¡Hombre, eso no es tentar a un Gobierno autonómico que se inclina por la rebelión!
· Madrid piensa que ganará y debe hacer respetar la Constitución, y el independentismo, que no puede dar marcha atrás
La triste conclusión es que ambas partes están decididas, o resignadas, a la confrontación. Rajoy ha concluido que es imposible negociar con alguien cuyo punto de partida es: referéndum de autodeterminación o nada. No le falta razón, pero él tiene bastante responsabilidad en que hayamos llegado a este punto por su campaña anticatalana cuando el Estatut (recuerden las mesas pidiendo un referéndum en toda España), por su posterior mega-recurso ante el Constitucional contra un texto aprobado por las cámaras legislativas que encarnan la soberanía nacional, y por no hacer nada en sus cuatro años de mayoría absoluta para rebajar la tensión.
Y así, hoy, la mitad de los catalanes flirtea con el sueño de la independencia. El 47,8% votó a listas separatistas en las últimas elecciones catalanas de 2015, y aunque luego el apoyo ha bajado algo (lo dicen varias encuestas), sigue bastante alto. Y lo más grave es que la credibilidad del Gobierno español en Cataluña es escasa. Que la vicepresidenta se monte un despacho en Barcelona que practica poco no cambia las cosas.
Rajoy piensa que si la Generalitat pasa de las declaraciones a los hechos, tiene todas las de perder. Seguramente tiene razón, pero el precio puede ser alto. Para todos.
Por su parte, el independentismo cree que ha logrado un fuerte apoyo, que la política del PP —y también del PSOE— tiene en Cataluña menos apoyo que antes, y que no pueden defraudar a sus electores, a los que prometió un referéndum de autodeterminación en 2014 que se quedó en ‘consulta participativa’ sin efectos prácticos, luego unas elecciones plebiscitarias que ganaron en escaños pero no en votos y que no han llevado a ninguna parte, más tarde una DUI (declaración unilateral de independencia) de la que ya hablan muy poco, y finalmente un ‘referéndum o referéndum’.
Ante esta frustración del separatismo (por su mala cabeza), Puigdemont ha decidido quemar las naves al mercadear con la CUP el apoyo a los Presupuestos a cambio de un referéndum “lo más tarde en septiembre”. Y el separatismo cree que puede ganar. O que si pierde, el Estado tendrá que recurrir a medidas tales que aumenten su impopularidad en Cataluña, que alarmen a la Europa democrática (sin reparar en que la UE tiene otros problemas), y que por esta espiral a no muy largo plazo el independentismo saldrá reforzado. ¿A costa de quizá perder el poder en Cataluña y de que se les pueda acusar de dañar seriamente el mayor autogobierno que Cataluña ha tenido en la historia contemporánea? ¿De un acto de rebeldía que puede hacer naufragar las instituciones de autonomía, como pasó tras la proclamación por Lluís Companys en 1934 de la República catalana? Pues eso parece, que ‘la rauxa’ se ha impuesto al ‘seny’.
Madrid piensa que ganará y que solo debe hacer respetar el orden constitucional, y la Generalitat cree que no puede dar marcha atrás sin riesgo de decepcionar a su electorado, que tiende a confundir —equivocadamente— con todo el pueblo catalán.
Puigdemont, tras el pacto con la CUP por el referéndum, tiene ahora dos hojas de ruta posibles. En ambas, la prioridad es aumentar la tensión del electorado independentista, para lo que el juicio de Artur Mas —y quizás otro contra Carme Forcadell— sería el aperitivo y servirá para tomar la temperatura a la moral de las tropas. Ahora, el independentismo discute si el referéndum será en junio o septiembre, pero cuatro meses de diferencia son poco relevantes.
La clave de la estrategia es recuperar un punto alto de confrontación de la opinión pública catalana con Madrid. Tanto el abandono de la operación Diálogo como los juicios contra Artur Mas y otros ayudarán. Después se convocaría con el máximo ruido de tambores posible un referéndum de autodeterminación que el Tribunal Constitucional prohibirá con toda seguridad. Entonces, la opción moderada (siempre en términos relativos) sería forcejear todo lo posible con el Estado, llenar las plazas de Cataluña de pueblo indignado con el comportamiento poco democrático del Estado, intentar ocupar cabeceras de la prensa europea… y acabar desistiendo del referéndum para, el mismo día de la renuncia, convocar unas elecciones legales y autonómicas en las que el cartel electoral del independentismo sería la rebelión pacífica contra la prohibición del referéndum por un Gobierno que no respeta la democracia. Con la esperanza de que el resultado superara el 47,8% de 2015 y el separatismo pudiera esgrimir que había ganado no solo por tener una mayoría parlamentaria sino también moralmente, al haber llegado al 51% de los votos.
El inconveniente de esta opción es que la renuncia final al referéndum podría llevar a un cisma con la CUP que rompiera el frente separatista. En tal caso, el riesgo de perder las elecciones —o de repetir la mayoría parlamentaria, pero rotos los puentes con la CUP— aumentaría.
· Celebrar unas elecciones catalanas el mismo día que se retira de los colegios la urna del referéndum sería una situación límite
Pero Puigdemont —un político que ha dicho que no quiere repetir y que es independentista con la misma fe de carbonero que un hincha del Barça (o del Real Madrid)— puede estar tentado de subir la apuesta colocando al Estado español en una situación límite y más incómoda que la de prohibir un referéndum ilegal. Puede convocar simultáneamente, el mismo día, elecciones autonómicas legales y el referéndum ilegal.
En este caso, sería muy complicado que el Gobierno español pudiera prohibir unas elecciones legales, cuya convocatoria corresponde al presidente de la Generalitat, pero al mismo tiempo estaría en la necesidad de impedir el referéndum. ¿Cómo? Un relevante político español me reconocía hace unos días que sería una situación límite y que no quedaría otro remedio que quitar la urna del referéndum de los colegios electorales o impedir —de entrada— que hubiera esa segunda urna. ¿Cómo? No obtuve respuesta, pero es evidente que se necesitaría un cuerpo policial que obedeciera al Gobierno de Madrid. ¿Quitando a la Generalitat el control de los Mossos para lo que al parecer solo se necesitaría un acuerdo del Senado en el que el PP tiene mayoría absoluta? ¿Yendo más allá?
En todo caso, el grado de crispación en Cataluña y en España aumentaría de forma exponencial, así como la atención de la prensa internacional y la preocupación en las cancillerías europeas. ¡Imaginen por un momento que el choque entre Madrid y Cataluña pudiera hacerse un hueco en las cabeceras de los medios europeos con la victoria de Marine Le Pen en la primera vuelta de las elecciones francesas! Ya no está nada claro a quién beneficiaria entonces el incremento de la crispación, ni si se podrían celebrar las elecciones. Lo seguro es que el escándalo sería mayúsculo y las consecuencias, imprevisibles hoy por hoy. Alguien tendría que tener nervios de acero.
Pero, pasara lo que pasara, la democracia española tal como la conocemos desde 1977 habría sufrido un golpe fortísimo. Y la recomposición sería difícil porque, sin un mínimo de confianza en que los principales agentes políticos respetarán las reglas del juego —precisamente lo que la UCD, el PSOE, CiU, el PCE y media AP de Fraga garantizaron en el 78—, la democracia es difícil que pueda funcionar satisfactoriamente. Se vio en 1936.
El PP tiene responsabilidad por toda su actuación cuando la discusión del Estatut y por no haber sabido ni querido negociar. La democracia es respeto y pacto, y Rajoy ha creído que se podía desentender de lo que pensara una gran parte de Cataluña. El PSOE —que fracasó cuando el Estatut y está enfrascado ahora en su guerra civil interna— no sabe, no contesta, pero deberá defender el orden constitucional. Y el independentismo —a no ser que triunfe, que ya se sabe que los ganadores escriben la historia— habrá perdido toda legitimidad y puede hacer que Cataluña pierda peso en España, en Europa y en el mundo.
El independentismo rompería no solo la Constitución del 78 sino el pacto interno catalán de los estatutos del 80 y de 2006
Romper la legalidad constitucional que los catalanes votaron —más que los españoles— en 1978 sería una grave irresponsabilidad, incomprensible en Europa. Y además, el separatismo habría hecho también saltar por los aires, víctima de su entusiasmo o sectarismo, el pacto interno catalán —formalizado en los estatutos del 80 y de 2006— que establece que para modificar el Estatut —y la independencia es algo más relevante— se precisa una mayoría cualificada de dos tercios de los diputados del Parlament.
Si Puigdemont —con permiso de la antigua CDC y de ERC, y la complicidad de la CUP— dispara el arma atómica, causará un daño irreparable al edifico democrático español —todo lo defectuoso que se quiera, pero el más satisfactorio de la historia— y dejará desamparados a la gran mayoría de catalanes que —independentistas o no— piensan, según corroboran todas las encuestas, que lo mejor, o lo menos malo, sería un acomodo lo más satisfactorio posible dentro de una España que reconociera su pluralidad.