JOSÉ MARÍA CARRASCAL – EL MUNDO – 02/02/16
· Lo que quieren los españoles es que se corrijan los abusos cometidos bajo el actual sistema, pero que este –la seguridad social, las garantías constitucionales, la Justicia independiente– permanezca. Pasa un poco lo que ocurrió en 1975, cuando el régimen de Franco se acabó. Quiso conservarse lo que había en él de favorable para trabajadores y público general.
Las naciones, que son algo más que entes geográficos o costumbristas, se miden en sus momentos de crisis, cuando por causas internas o externas ven amenazada su estabilidad y puesta en peligro su supervivencia. Porque cuando todo va bien pueden dar una impresión de solidez y euforia, que no se corresponde con la realidad. De ahí que España tenga fama mundo adelante de alegre y rumbosa, cuando es una nación trágica, como demuestra al caer en una crisis de cualquier tipo, que pone al descubierto sus rasgos dramáticos, con cierta tendencia al deadwish, al deseo de morir, de autoinmolarse, que pudiera ser lo que más admiran los extranjeros.
Estamos en uno de esos momentos. Y lo peor es que no hemos aprendido de nuestra experiencia. Nuestros dos últimos siglos han sido una sucesión de guerras civiles, golpes de Estado, revoluciones fallidas, cambios de régimen que no nos llevaban a ningún sitio, sino que nos devolvían al punto de partida; y precisamente cuando habíamos logrado pasar de una dictadura a una democracia sin derramamiento de sangre y tenido los cuarenta años de más desarrollo económico y social, con el añadido de haber ingresado en el club europeo –al que se dirigen multitudes de otros continentes en busca de paz, libertad y derechos individuales–, aparecen en nuestro solar los viejos fantasmas: el individualismo, la insolidaridad, la envidia, el rechazo no ya hacia el extranjero, sino hacia el resto de los españoles, como si fuéramos los mayores enemigos de nosotros mismos, ese español que «desprecia cuanto ignora», como lo definió Antonio Machado.
Potenciando aquellos rasgos que nos diferencian en el aspecto cultural, lingüístico, político o sentimental y olvidando que lo que nos une es mucho más que lo que queremos reconocer. Como si nos molestase y echando mano de todos los artilugios para subrayar las diferencias, desde la falsificación de la historia al abuso de los instrumentos democráticos, que es lo más grave de todo porque estamos atacando a la democracia misma con la excusa de defenderla. Es en lo que quiero fijarme, pues se nos está vendiendo mercancía averiada por todas partes. Fijémonos en los casos más sangrantes.
Para reclamar la independencia de Cataluña se está reivindicando un derecho a la autodeterminación que sólo está reconocido a los «pueblos coloniales». No dudo que algún catalanista extravagante diga que Cataluña es una colonia. Basta apuntar que goza de una de las autonomías más amplias de Europa para demostrar la falsedad de tal aserción. Pero admitamos que haya un referéndum, consulta o como quiera llamarse. Violando todas las normas de un Estado de Derecho, la Generalitat ya efectuó una consulta al respecto, con el resultado de que fueron más los que preferían no separarse de España que los que querían separarse. Lo que sólo ha soliviantado a los separatistas, que insisten en «referendizarse».
En sus condiciones, que es donde está la falacia. Porque si la pregunta es escuetamente «¿Quiere usted un Estado catalán separado del Español?», es posible, aunque tampoco estoy muy seguro, que la respuesta mayoritaria hubiese sido un sí. Pero de preguntarse, como sería lo correcto, lo honesto, lo legal: «¿Quiere usted un Estado catalán independiente, fuera de la Unión Europea y con todos los puentes con España volados?», que sería lo que realmente ocurriría, estoy seguro de que sólo aquellos que tienen causas pendientes con la Justicia española y los que esperan convertirse en dueños de Cataluña responderían afirmativamente, mientras que la inmensa mayoría votaría que no. Díganme ustedes si no están jugando con cartas marcadas.
Algo parecido ocurre con las elecciones del 20 de diciembre. Se han presentado como un plebiscito sobre la continuidad del régimen surgido de la Transición democrática de 1977-78, que, debido a la corrupción de unos partidos políticos a los que temerariamente dimos todo el poder (consecuencia de nuestro poco rodaje democrático, pues, si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente), unida a la mayor crisis económica que ha azotado el mundo desde la de 1929, ha creado un enorme descontento entre la ciudadanía.
Y al preguntársele «¿Quiere usted que esto cambie?», como se le preguntó el 20-D, la mayoría ha dicho que sí. Pero no un sí absoluto, incondicional, como demuestra que el partido en el poder ha sido el más votado, con amplia diferencia sobre sus adversarios, y el que venía siendo su principal opositor quedó segundo. O sea, que los españoles quieren un cambio, pero no un vuelco, como intentan hacer creer Pablo Iglesias con su Podemos, que llega a nombrar gobierno sin haber sido designado para ello. ¡Eso sí que es vender la piel del oso antes de cazarlo! El oso, en este caso, es tanto o más el PSOE que el PP, que conserva buena parte de sus bases.
Diría más: si se preguntase a los españoles ¿quieren ustedes cambiar de sistema, acabar con las instituciones creadas por el presente Estado Social de Derecho, la democracia parlamentaria?, el no sería apabullante. Lo que quieren los españoles es que se corrijan los abusos cometidos bajo el actual sistema, pero que este –la seguridad social, las garantías constitucionales, la Justicia independiente– permanezca. Pasa un poco lo que ocurrió en 1975, cuando el régimen de Franco, como su fundador, se acabó. Quiso conservarse lo que había en él de favorable para trabajadores y público general, eliminándose los rasgos autoritarios que le impedían ser una democracia, pero procurando no «tirar al niño con el agua del barreño», como vulgarmente se dice.
Podemos, sin embargo, ha hecho una lectura interesada de esas elecciones. Las ha tomado como un cheque en blanco para un cambio de régimen. Se declara abiertamente antisistema y si está dispuesto a pactar con el PSOE es para entrar en el Gobierno a la bayoneta, ocupando las carteras más relevantes para imponer un nuevo orden. Lo malo es que este nuevo orden ya ha sido ensayado en Grecia por Syriza y en Venezuela por el chavismo, con resultados que van desde la desilusión a la catástrofe. Lo más curioso es que en España se lo ha comprado Pedro Sánchez, que está dispuesto a pactar con él. Con el agravante de que, si no le bastan sus votos para ser elegido presidente, echará mano de la abstención de los separatistas para conseguirlo.
Y es que a nuestro PSOE le entra de tanto en tanto la nostalgia de la utopía izquierdista, del paraíso de los trabajadores, del Frente Popular, con sus hermosas canciones, «Ay, Carmela, ay, Carmela», con una Carmena en el Ayuntamiento de Madrid y un Quinto Regimiento («Si me quieres escribir…») de jóvenes a los que el Muro berlinés les suena a prehistoria. Lo malo, o bueno, es que estamos en 2016 y en Europa quien manda es Bruselas. Y la única suerte que espera a quienes intentan vivir de ilusiones es la de Tsipras o la de Santos, en Portugal, que tras formar gobierno con los comunistas ha tenido que pedir apoyo a los conservadores para pasar los presupuestos.
¿Tendremos los españoles que pasar por ese trago para aprender de una vez?
JOSÉ MARÍA CARRASCAL – EL MUNDO – 02/02/16