Salvador Forner Muñoz-ABC

  • Los que quedan fuera del marco discursivo oficial son presentados como enemigos del progreso, del feminismo, de la justicia social y de la diversidad

El lenguaje ha sido fundamental a lo largo de la historia para la transmisión de ideas, la construcción de identidades y la consolidación del poder. Como señaló el filólogo alemán Victor Klemperer en ‘La lengua del Tercer Reich’, el control del lenguaje es una forma de dominar la mente y, por ende, la sociedad. En los totalitarismos, el lenguaje puede convertirse en un arma de manipulación, en un mecanismo para reconfigurar la realidad y legitimar acciones que, en otros contextos, serían inaceptables. El régimen nazi utilizaba términos como ‘trabajo obligatorio’ en lugar de ‘esclavitud’ o ‘solución final’ en lugar de ‘genocidio’, lo que revela cómo la perversión del lenguaje puede servir para enmascarar atrocidades y desdibujar límites éticos. Esta manipulación no se da únicamente en contextos autoritarios. También en las democracias liberales los términos políticos pueden ser instrumentalizados por quienes ejercen el poder para confundir a la opinión pública, ocultar contradicciones ideológicas, fabricar legitimidades artificiales y perpetuarse en el control institucional. Un caso paradigmático de esa instrumentalización en España ha sido en el comunismo, la extrema izquierda, ciertos partidos nacionalistas y sectores del antiguo socialismo reformista, que han unificado antiguas denominaciones en un término: el ‘progresismo’.

El nuevo significado del término ‘progresista’ responde a la adaptación española de la confrontación política producida tras la caída del Muro de Berlín y el derrumbe del comunismo en Europa. Desde los años noventa del pasado siglo las fuerzas de extrema izquierda y los grupos marxistas perdieron no solo su referente político internacional, sino también el eje de confrontación que había articulado su discurso: la lucha de clases y la superación del capitalismo. Ante este vacío estratégico, dichos movimientos reorientaron su discurso hacia un nuevo conflicto de carácter sociocultural que, lejos de abandonar su objetivo de polarización política, se centró en la fragmentación interna de las sociedades democráticas. Temas como el feminismo radical, la lucha contra el heteropatriarcado, la oposición a la energía nuclear, el animalismo, el ambientalismo extremo, las identidades étnicas, la promoción del discurso ‘trans’, la defensa de la inmigración irregular e, incluso, el cuestionamiento de la división de poderes han pasado a ocupar el centro del debate.

Estas nuevas narrativas revelan una operación política y semiótica de gran alcance: sustituir la confrontación económica por una confrontación simbólica y cultural que erosione los consensos básicos de las democracias liberales. Lo que en otro tiempo fueron reivindicaciones periféricas se han integrado ahora en una agenda hegemónica portadora de un marco ideológico que –siguiendo el pensamiento gramsciano– busca dominar el imaginario colectivo a través del control del discurso. En este contexto, el ‘progresismo’ no representa en España una corriente de pensamiento concreta, sino una amalgama de causas revestidas de legitimidad lingüística, donde cualquier disidencia es descalificada como retrógrada, reaccionaria o ‘fascista’.

Este desplazamiento estratégico del lenguaje y de las causas políticas marca la transición del progresismo histórico en España hacia la actualidad. El ‘progresismo’ se ha convertido en un mantra identitario del Gobierno de Sánchez y en un instrumento de aglutinación de otras fuerzas políticas y de descalificación del adversario. La pregunta es inmediata: ¿quién sería tan necio como para oponerse al progreso? El lenguaje como mecanismo de legitimación opera con toda su fuerza. ¿Es realmente progresista apoyarse en herederos ideológicos del terrorismo, en separatismos xenófobos y excluyentes, en la connivencia con narcodictaduras iberoamericanas o en los restos de un comunismo que disimula su nombre y su historia? El término se utiliza como si por sí solo tuviera un valor positivo absoluto. Se habla de ‘progresismo’ incluso con prácticas que contradicen sus propios principios: la corrupción en el PSOE o el desprecio por la mujer en sectores autodenominados feministas.

Las medidas económicas impulsadas bajo la etiqueta de políticas ‘progresistas’ también generan interrogantes. La subida del salario mínimo, la reducción de la jornada laboral, el incremento de las pensiones, la prolongación de los permisos de paternidad, si bien responden a demandas sociales legítimas, se presentan envueltas en un discurso populista que ignora su sostenibilidad financiera. El resultado es un aumento descontrolado del gasto público y un endeudamiento estructural que puede comprometer a generaciones futuras a las que, paradójicamente, se les estaría mermando su derecho a ‘progresar’.

En el contexto actual del Gobierno de Pedro Sánchez, esta denominación parece obedecer más a intereses propagandísticos que a un proyecto ideológico coherente. La estrategia es evidente: toda oposición al ‘bloque progresista’ es tachada de reaccionaria. Pero, ¿qué tiene de progresista una ley como la del ‘solo sí es sí’, que ha provocado la excarcelación de agresores sexuales por defectos técnicos evidentes?, ¿dónde está el avance social en el feminismo ‘queer’, que fragmenta el movimiento clásico y genera inseguridad jurídica?, ¿qué progresismo es este que intenta debilitar la separación de poderes, mermando la independencia del poder judicial?, ¿cómo contribuye a la solidaridad entre territorios la aceptación del chantaje separatista en materia tributaria?, ¿qué aportan los vínculos gubernamentales con regímenes como la dictadura venezolana o la China comunista –véase el caso Huawei– que no sea debilitar la confianza internacional en las instituciones españolas?

La apropiación del término ha sido inteligente desde el punto de vista comunicativo. Ya no existe un partido ‘progresista’; el progresismo es ahora un paraguas bajo el cual se agrupan izquierda, extrema izquierda, comunismo, separatismo xenófobo, supremacista e incluso sectores vinculados ideológicamente al terrorismo. Los que quedan fuera del marco discursivo oficial son presentados como enemigos del progreso, del feminismo, de la justicia social y de la diversidad. Lo que puede ocurrirle al actual progresismo es que, por su sobreutilización discursiva y su perversión semántica, termine agotándose. Es probable que el electorado descubra cómo ciertas élites que se presentan como defensoras del progreso en realidad se aprovechan de una retórica manipuladora, considerando a sus votantes menores de edad y meros instrumentos para la conquista del poder. Lo que se ventila no es solo una disputa política, sino una disputa semántica. El concepto de ‘progresismo’ puede convertirse en un significante vacío, moldeado por el poder. Es necesario recuperar una reflexión rigurosa sobre el lenguaje y sus usos políticos. No basta con proclamar valores; es preciso verificar si estos se corresponden con las acciones y las consecuencias que se derivan de ellos. Sobre todo, es urgente rescatar la transparencia semántica como condición indispensable para una democracia auténtica, donde los ciudadanos puedan decidir libremente sin ser prisioneros de artificios discursivos.