El Mundo-Entrevista a ENRIQUE MORADIELLOS
- por FERNANDO PALMERO
Premio Nacional de Historia, representa a una nueva generación de investigadores que siguieron la estela de los hispanistas en el estudio de la Guerra Civil española y han hecho del oficio de historiador una forma de responsabilidad intelectual con la sociedad. Y que no acepta, por tanto, la perversión conceptual que trata de imponer la memoria histórica, un oxímoron, dice, que esconde una interpretación ideológica del conflicto
El jurado que premió su Historia mínima de la Guerra Civil española (Turner y Colegio de México) destacó la «ecuanimidad» de su obra y el «llamamiento a la concordia que se desprende de sus páginas». Porque el libro, uno de los más de 20 que Enrique Moradiellos (Oviedo, 1961) ha dedicado al acontecimiento histórico que determinó el siglo XX español, no sólo es un prodigio de imparcialidad, rigor y síntesis, sino también un ejercicio de «profilaxis cívica» que hace suyas las palabras que el presidente Manuel Azaña dedicó a las generaciones futuras el 18 de julio de 1938: «Si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón».
Pregunta.– ¿Cree que la llamada memoria histórica tiene en cuenta estas palabras de Azaña?
Respuesta.– El concepto a mí me parece espurio, no me gusta, porque me parece contradictorio, es un oxímoron: si es memoria, es parcial y subjetiva y no es historia; y si es histórica, será ciencia histórica y no memoria. Además, bajo el concepto de memoria histórica lo que hay es una lucha de lecturas interpretativas sobre la Guerra Civil y sobre la matriz del tiempo presente de la sociedad actual, porque hay generaciones, y me incluyo, que nacimos en un régimen que fue la institucionalización de la victoria, que duró hasta el año 75 y en el que empezamos a socializarnos. Por eso sigue siendo un elemento de definición de identidades y casi de lealtades o afinidades electivas de nuestras generaciones. La clave está en los cadáveres que hay todavía en las fosas. Me parece imperativo recuperarlos y darles enterramiento. Los muertos se respetan llevándolos a una tumba digna y conocida, pero a través de un acuerdo político trascendente y transversal, que implique a ambos bandos, no en un contexto de pugna política presentista, reactivando los viejos demonios. Eso es un grave error. Utilizar los muertos como arma arrojadiza va a perjudicar a todo el mundo, porque todo el mundo tuvo responsabilidad. De hecho, no menos de 200.000 muertos de la guerra lo fueron por operaciones no bélicas, sino de represión en la retaguardia, de eliminación del enemigo interno.
P.– Pero un bando era legítimo y otro ilegítimo.
R.– Sí, pero da lo mismo para la víctima inocente. Por ejemplo, la Iglesia figura en los dos bandos: en uno, en el pelotón de ejecución, y en el otro, siendo ejecutado. Esa es la realidad compleja de la Guerra. Aquí murieron 7.000 sacerdotes y religiosas, en una de las matanzas del clero más intensas de la época contemporánea. Pero también hubo un régimen que hizo de los capellanes castrenses un activo ideológico de su Ejército y que sancionó a esos pelotones de ejecución, que no tenían las mínimas garantías legales y procesales. Eso fue la Guerra Civil. Y no se puede decir que a ella nos abocaron agentes comunistas conspirativos desde Moscú, ni el espionaje nazi y fascista. Fue una posibilidad abierta a lo largo de los cinco años de la República entre aquellos que oponiéndose al sistema democrático o queriendo rebasarlo por la revolución impidieron la estabilización de un régimen.
P.– ¿El desafío soberanista puede devenir en guerra?
R.– No. Hay muchos elementos diferenciados. En el año 36 el país estaba dividido por la mitad en todos los sitios, en todas las regiones y prácticamente en todas las ciudades. Yo aquí lo que veo es una Cataluña dividida, en una España que asiste atónita, a veces asustada, a veces preocupada, a lo que está pasando allí. No he visto movimientos de solidaridad con la secesión catalana masivos, ni siquiera en el País Vasco. Por otra parte, en el 36 estaba en duda el mantenimiento en toda España del sistema democrático. Ahora lo que está en duda es si se puede mantener la democracia con la secesión catalana. En ese sentido, la democracia ha funcionado. Muchos la creían más débil y pensaban que la respuesta ajustada a derecho sería poco eficaz.
P.– ¿La respuesta del Gobierno ha sido todo lo contundente que exigía la situación?
R.– La aplicación del 155 ha sido más efectiva y más radical de lo que algunos creían que el país iba a soportar o a aceptar. Y en eso mi impresión es relativamente optimista. Se ha vuelto a poner sobre la mesa que el que incumple la ley puede tener que pagarlo aunque esté avalado por un plebiscito popular con mayoría absoluta. La democracia no consiste en el poder de la mayoría, sino en un sistema de reglas conocidas antes de saber el resultado de las elecciones, que sólo se pueden alterar por los procedimientos que la propia norma establece. Por eso, todos respiramos aliviados cuando de repente empezaron a funcionar los tribunales y cada uno encontró que lo que había hecho tenía consecuencias. En España no hay presos políticos, sino que hay políticos que han ido a prisión por sus actos contraviniendo la ley, en igualdad con cualquier otro. Y eso me parece un rasgo de esperanza.
P.– Pero los catalanes volvieron a votar lo mismo.
R.– Se vendió algo que era claramente falso. Forma parte de la vida política mentir al electorado. Lo malo es que el electorado comprara la mentira, y eso indica un grado de fanatización en un sector del electorado más elevado del que algunos creíamos. Me parece un gran misterio cómo una nación culta y europea pudo pensar en el delirio de que iban a ser los daneses del sur, liberados de esos vagos españoles ibéricos.
P.– ¿Cómo valora la postura de la UE?
R.– He echado de menos una respuesta un poco más enérgica de la UE, que debería tener más mecanismos para penalizar los intentos de fracturación unilateral, porque ésta es la clave, una mayor integración. O vamos unidos y hacemos que siga siendo fértil y provechoso el experimento de la UE o el futuro para nuestros hijos va a ser muy problemático.
P.– ¿Ve riesgos de desintegración europea?
R.– Si algún experimento político occidental ha tenido éxito en los últimos 60 años ha sido la UE, que se caracteriza porque países que durante tres generaciones se estuvieron matando, en el 45 se empiezan a poner de acuerdo en que otra guerra sería la definitiva para el aniquilamiento mutuo. Y por eso empiezan por el mercado del carbón y el acero, las materias primas básicas para fabricar armas de guerra. La idea de que hay que volver a fragmentar la soberanía de los Estados europeos en micro identidades haría imposible la UE, a la que ya le cuesta gestionar la unión con 27 países. Por eso el fenómeno catalán es peligroso no para España, que lo es, sino para la UE, que si abre la espita de la caja de Pandora de rectificar fronteras se encontraría con que alguna de las fronteras que ahora no están discutidas, se pueden volver a discutir.
P.– ¿Considera que el proceso en el País Vasco se ha solucionado de forma satisfactoria?
R.– Sí, pero no se puede permitir que aquellos que pusieron en juego la vida de personas absolutamente honestas, que los mataron y jalearon al grupo terrorista que lo hizo, sean los que establezcan el patrón moral de lo que es admisible, justo o democrático. Ni que marquen la pauta o el relato, que se dice ahora, de lo pasó allí, como dos bandos iguales en derechos y deberes, iguales en corresponsabilidad moral, eso no es verdad, porque uno mataba y el otro como podía resistía. Y uno era el democrático y el otro tenía una deriva etnicista y revolucionaria de tendencia totalitaria.
P.– ¿Que opinión le merecen los grupos políticos que pretenden deslegitimar el parlamentarismo?
R.– Desde hace unos años, se perciben tópicos del viejo discurso antipolítico, muy de extrema derecha, reactualizado por la extrema izquierda, contra la política como grupo acaparador, casta depredadora de los recursos públicos. La política es el arte de la resolución de los problemas que tiene una sociedad intentando no llegar al extremo de disolución de la sociedad o de enfrentamiento armado generalizado, es decir, ni la guerra civil ni el estancamiento. Y en la medida que permite conciliar intereses, buscar soluciones o conllevar problemas que no tienen solución, no solamente es necesaria, sino que es imprescindible, porque una de las dimensiones del hombre es vivir en sociedad. Que puede haber instrumentos políticos mejores o peores, sin duda, que los instrumentos políticos de control de la corrupción política han fallado en muchas instituciones, me parece evidente. Lo lamentable es que fueran tantas, tan importantes y casi tan a la vez. Pero también lo que hay que ver es que el sistema está respondiendo, muchos de ellos se han sometido a los tribunales. Hay una parte de esperanza dentro de lo que vemos.
P.– Muchos de esos grupos, que reivindican el comunismo han salido de la universidad pública.
R.– Los intelectuales en el ámbito de las humanidades quizá no han sido lo suficientemente eficaces a la hora de hacer ver que la alternativa comunista generó un catálogo de devastación y de sufrimiento en las sociedades que venía a redimir que no trae a cuenta llevarlo a ensayo de nuevo. Y existe un doble rasero a la hora de contemplar la experiencia nazi fascista como horripilante en todos sus extremos, porque lo fue, y contemplar la comunista como un buen ensayo intentado con buena fe pero que salió mal. A veces es ignorancia, a veces es una visión romantizada de ese proceso, a veces es no tener la tradición oral que te cuenta lo que fueron las cosas. Porque esa nostalgia del comunismo no existe en los países que experimentaron las dictaduras comunistas. El número de muertos, desplazados, de personas que sufrieron a manos de aquellos regímenes es incontable, muy superior a lo que pudo provocar, y fue mucho, el nazismo en los años que estuvo en el poder.
P.– Una de las líneas de investigación que ha desarrollado gira en torno al antisemitismo y el Holocausto, algo alejado de su especialidad.
R.– El Holocausto es el fenómeno más radicalmente inédito que hay en la Historia contemporánea. Es, además, una tenebrosa advertencia para el futuro, nos enseña lo que puede pasar en las sociedades modernas actuales si se permite de nuevo que el proceso xenofóbico llegue a su última etapa, la genocida. Lo radical de Auschwitz es que ha sucedido y lo radical de que haya sucedido es que puede volver a suceder.
P.– ¿Cómo se explica la pervivencia en el tiempo del sentimiento antisemita en todo el mundo?
R.– Como dijo Einstein, es mucho más difícil desintegrar un prejuicio que un átomo. Los prejuicios que han tenido una funcionalidad social muy intensa, tienen una vida que va más allá de las generaciones que los cristalizan y de las que son legatarias de ellos. Y perviven más allá de su propia función en la banalidad de las costumbres, en los modismos, en los automatismos cognitivos, en las ceremonias, las fiestas, el callejero, el calendario… y se reactivan cuando se convierten en atajos mentales para entender algo. El antisemitismo, que eleva al judío a la condición de mal absoluto y radical de la alteridad de cualquier identidad europea y occidental, ha conseguido que sea muy fácil reactivar ese recurso a una explicación rápida, conveniente, disponible, simplificadora, pero reconfortante. Hoy, que más o menos se ha anulado la posibilidad del uso de estereotipos raciales, una gran parte de los rasgos antisemitas o judeofóbicos que podemos percibir en la prensa europea tienen que ver con una supuesta respetabilidad mayor del antisionismo, que está en contra de un Estado al que se acusa de opresor, terrorista y además ilegítimo, a pesar de que no se aplican esos criterios a otras potencias coloniales, a otros enemigos de Israel que podrían ser bajo esos mismos parámetros morales todavía más culpables, si acaso.
P.– La existencia de Israel y la intervención occidental en Oriente Próximo sirve incluso para justificar la reacción del terrorismo islámico.
R.– Esa es una pseudo explicación interesada. No se puede responsabilizar al imperialismo y a Occidente de las causas del mal en los países islámicos, porque otros que son también Oriente no están experimentando los mismos conflictos con la modernidad o con la tradición. Ante el fracaso de los regímenes árabes para dotar de equilibrio y prosperidad a sus propias sociedades, ha aparecido una alternativa política que cree que existe una Arcadia a la que volver para mejorar la situación que está en el origen de esta lectura fanática del Corán y de la fe islámica y que ha encontrado un conveniente enemigo al que batir, aunque en realidad el conflicto sea también interno en esas sociedades. Hay una guerra civil en el islam, entre sectores más o menos retrógrados y modernizantes o renovadores. De hecho, la batalla se libra aparentemente contra Occidente, pero los muertos también son sus propios correligionarios, lo cual desmiente esa visión de que estamos en un choque de civilizaciones.
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura, fue investigador en la de Londres Libros como ‘Don Juan Negrín’ o ‘Franco frente a Churchill’ (Península) lo han convertido en uno de los historiadores de referencia sobre la Guerra Civil española.