José Ignacio Calleja-El Correo
- Mantenernos en la defensa del bien moral, la justicia y el cuidado cuando no nos beneficia de forma absoluta, o lo hace menos que a otros, son palabras mayores
Va de tópicos. Hacía tiempo, se dice, que nuestras sociedades no mostraban tanta desorientación e inconsistencia en su caminar histórico. Y es que todo se ha vuelto líquido, relativo, gaseoso incluso. La filosofía moral ignora sus viejos fundamentos y la moral civil de las democracias se abona al relativismo más craso. Volver a algún modo de religión sería la última oportunidad y mejor que ella, creciendo y creciendo, algún modo de normatividad científica que nos dé un consenso cultural básico. En fin, no es todo, ni lo sé decir ni lo pretendo, pero de este modo echa a andar una y otra vez la conferencia que nos reúne aquí y allá buscando entender qué nos pasa.
Lo comparto y discrepo a la vez, y a ello propongo volver en demasía por entender que ese recorrido oculta ya más de lo que explica. Es decir, que esas palabras necesitan dar un paso y ajustarse a la realidad con más detalle. Las palabras somos nosotros mismos, desde luego, pero ellas nos acercan a los hechos y los hechos reclaman que digamos de qué mundo hablamos, de qué sociedad en cada caso, de quiénes decimos que están faltos de valores y consensos éticos, a qué religión echamos de menos. Es lo que algunos filósofos y teólogos de la liberación han llamado, y me gusta mucho, ser «honestos con lo real».
Este concepto tiene cinco claves teóricas: objetivar críticamente lo que decimos que pasa frente a nuestros prejuicios o la opinión improvisada del momento; argumentar para que nos entiendan y puedan cuestionarnos, sin escondernos en explicaciones impenetrables; mirar todos los problemas humanos desde abajo y desde dentro para no dejar atrás la vida de las víctimas y ver lo imprescindible; elegir una salida política digna que, siendo por la justicia y el cuidado, puede operar en línea de ruptura o de reforma; y atenernos en la solución a lo más justo y solidario, aunque no nos convenga personalmente.
Probablemente este último criterio de la verdad de nuestra vida de ciudadanos es el más incomprendido; mantenernos en la defensa del bien moral, la justicia y el cuidado cuando no nos beneficia de forma absoluta, o lo hace menos que a otros, son palabras mayores en ética social, pero ocultarlo es tramposo. Precisamente este es el hilo que nos permite volver a nuestra realidad cotidiana. Hay otras habilidades morales al pensar y discernir, pero esta de someternos a lo justo, cuando las soluciones entrevistas no nos dan ventaja, es la primera.
A partir de aquí podemos exigirnos el abandono de los tópicos y acoger más honesta y certeramente los conceptos sociales. Así, la sociedad en crisis por esto o lo otro requiere añadir cuál, de que sociedad hablamos. Y ¿esa sociedad son todas? ¿Esa sociedad es el mundo? Cuando en la frontera norteamericana, prototipo de las demás fronteras ‘guillotina’, se proclama «amigo migrante, eres lo más importante, no arriesgues tu vida ni la de tu familia, no arriesguen sus vidas por venir aquí», ¿qué significa ‘amigo’ y ‘eres lo más importante’ y ‘no’ arriesgues? Una comprensión crítica de las palabras hace volver el corazón y la cabeza sobre ‘amigos’ y, derivadamente, sobre el mundo, y quién es el mundo, y a qué lado de todas las vallas está el único mundo… ¿O hay varios mundos? Y entonces, ¿por qué digo ‘el’ mundo? Así sucesivamente hay que leer cada palabra: amigo, mundo, sociedad, cultura, futuro, justicia, paz, solidaridad, religión. ¿De qué hablo en cada caso y cuál es su guillotina particular?
Tenemos como sociedad humana una diversidad de situaciones que hace imposible un uso generalista de cada palabra. Pero la diversidad no es solo identitaria, esa riqueza que la Humanidad presenta como especie, sino del modo como la posibilidad de una vida digna se ofrece en cada lugar. Y de esto va la justicia y el derecho a reclamar que nos respeten y nos cuiden, eso que nosotros merecemos y a nosotros nos deben, y nosotros debemos respetar en los otros de cualquier lugar del mundo.
Y aquí sí que ya hemos entrado en una teología menos aceptada que la Teología religiosa. Es decir, que es más fácil proclamar que hay un Dios que nos crea, nos quiere y nos salva junto a sí que hacer creíble que somos iguales en derechos y deberes, tomando como punto de partida a los más débiles de nosotros, y que esto es innegociable como principio de vida en común y de fe. Nadie podría exigir un derecho a consumos de lujo en tanto esta realidad de un mundo injusto sea el escenario de nuestra existencia. No hay religión que pueda ignorarlo, no hay política nacional que pueda obviarlo, no hay antecedente moral que pueda justificarlo.
En este sentido, tenemos dos problemas. El primero es la desigualdad de medios al alcance de todos para una vida digna; el segundo, condición del primero, que quien goza de fortuna da por hecho y probado que se ha ganado esa posición de excelencia. Algo de esto hay, pero ni de lejos lo que representa este mundo de fronteras guillotina y lujos delictivos. Si hay que hablar de lugares tópicos, comencemos por otros.