- España ha mejorado muchísimo como país, pero su situación política tiene todo el aroma del esperpento de Luces de Bohemia
Casi nadie va a estar de acuerdo conmigo, pero en mi altar particular el mayor literato que ha dado España es Ramón José Simón Valle Peña, muerto en Santiago en enero del 36 y que firmaba como Ramón María del Valle-Inclán, pues así le sonaba más ilustre. Nació frente a la Isla de Arosa, cuando todavía no habían levantado el puente y era por tanto mágica. Cuando alcanzó la gloria, un par de localidades ribereñas se lo disputaron. Él zanjaba el debate mintiendo a saco y asegurando que había sido alumbrado en una barca en medio de la ría.
Procedía de familia de un campesinado hidalgo venido a menos, con padre de simpatías carlistas y veleidades literarias. Ceceaba al hablar y componía una figura pintoresca, con su larga «barba de chivo» (Rubén Darío dixit) y con su brazo sin mano, perdida en una bronca con otro escritor, Manuel Bueno, en un café literario que estaba donde hoy nos aburre la tienda Apple de Sol. Era un tímido secreto con coraza de liante y muy bocazas. Un sentimental con armadura peleona. Arribó al rompeolas madrileño a los 24 y se caso a los cuarenta con una actriz de 28. Tuvieron seis hijos, que mantuvo a salto de mata, con un pie en la bohemia y la espada de Damocles de los dineros siempre sobrevolando su cráneo privilegiado.
Valle acudía puntualmente a los teatros a abuchear los estrenos de don José de Echegaray, matemático con ínfulas de dramaturgo, al que acabó tocándole en una rifa un insólito Nobel de Literatura. Ante los muchos cuernos que aparecían en los dramas de don José, que eran una sucesión de maridos engañados, Valle lanzó uno de sus dardos: «Son todas obras autobiográficas». Un joven le reconvino por insultar así al eximio Echegaray. Valle le preguntó: «¿Y usted quién es?». «Soy su hijo». Nuestro hombre fue incapaz de contener su ingenio sarcástico: «¿Está usted seguro?». Otra de sus víctimas era Benito Pérez Galdos, al que en una de sus obras maestras llama «don Benito el Garbancero», aunque también es cierto que lo elogió en ocasiones.
Políticamente, Valle-Inclán se distinguió por vaivenes llamativos. Aunque quizá sus cambios de ideas sean más inteligentes que la actitud de quienes compran un credo cerrado de por vida como si fuese las indiscutibles tablas de la ley. Fue un carlista activo durante gran parte de su vida, por su amor por las tradiciones y también por estética, y acabó republicano.
Valle-Inclán fascina de entrada por lo maravillosamente bien que escribe. A veces abro uno de sus libros modernistas por cualquier página y lo leo un rato por el puro deleite de sentir su música (algo esencial en la literatura y que casi todos los prosistas españoles actuales ya han perdido, pues escriben como si estuviesen redactando un informe del Banco de España). También me gana porque evoca un Galicia ancestral y bárbara, cuyo epílogo todavía atisbé, y porque fue un lúcido observador de los males de España, que le dolían muy hondo. Además tenía el valor para contarlos a su original manera, que es eterna. El periodismo es solo espuma de cerveza condenada al inmediato olvido, pero la literatura le dobla la mano al tiempo.
Dieceseis años antes de morir en Santiago por un cáncer de vejiga, don Ramón publica en un semanario y por entregas Luces de Bohemia. Con ese librito, hoy clásico, presenta un nuevo género teatral: el esperpento. La deformidad como el modo más certero de retratar nuestra realidad. La obra relata el último día del poeta Max Estrella (trasunto del bohemio sevillano Alejandro Sawa, amigo de Valle que murió quebrado y ciego tras una vida disoluta). El desencantado Max y su escudero, el taimado y maligno Latino de Hispalis, recorren un Madrid alucinado, exagerado, pero que sabe más real que la propia realidad. De las tabernas al velatorio final, pasando por el calabozo y los ministerios, Valle escribe la contracrónica de la España oficial.
El recorrido desesperado -o desencantado- de Max Estrella trasciende la peripecia personal del protagonista. Valle-Inclán quiere mostrarnos una España que no funciona, la de los estertores de la Restauración, con el sistema del turnismo encanallado, con el problemático albor de las utopías revolucionarias, con la inflación y la miseria, con la ausencia de una esperanza nítida en un país que sufre una política tan maleada que parece que ya no tuviese cura.
Algunas frases de Luces de Bohemia nos suenan agobiantemente actuales: «En España el mérito no se premia. Se premia el robar y el ser sinvergüenza. En España se premia todo lo malo». Cuando se refiere a la calidad de los intelectuales de su tiempo se diría que está hablando de nuestro tertulianismo de guardia: «¡Mentira parece que sean ustedes intelectuales y que promuevan esos escándalos! ¿Qué dejan ustedes para los analfabetos?». Acercándose a su hora su final, Max Estrella musita el más poético de los lamentos: «Yo soy el dolor de un mal sueño».
En lo que hace a bienestar material y formación educativa de su población, hoy España es otro planeta comparada con la de 1920, la del último día de Max Estrella. Pero si retornase a la vida, Valle encontraría material sobrado para el más exagerado de sus esperpentos: el presidente pavo real con su corte de ladrones, los chorizos del socialismo que llamaban «chistorras» a los billetes, el fiscal al tiempo delincuente, la homologación de la mentira, los virreyes separatistas inflados de xenofobia, el empresariado acobardado por el autócrata, la pichona sin título que devino en catedrática, el músico friki y evasor fiscal escondido en palacio… El problema es que hoy Valle-Inclán no encontraría una editorial que le publicase el libro. La izquierda domina la cultura y los escritores se ponen de canto, no vaya a ser…
Vestimos bonita ropa de Inditex, nos vamos «de finde» en avión y nos hipnotizan con unas plataformas de streaming que prometen ocio eterno al alcance de un dedo. Pero el régimen bajo el que vivimos, el sanchismo, no está nada lejos de los tiempos deprimentes de Luces de bohemia.