EL ECONOMISTA 05/04/14
NICOLÁS REDONDO TERREROS
· Francia ha tenido desde siempre la capacidad de influir en los ámbitos culturales, económicos, ideológicos y políticos de otros países, en ocasiones muy por encima de su poder real. Durante el siglo XX se produjeron grandes crisis y enormes derrotas militares en nuestro país vecino y sin embargo mantuvo su antorcha cultural y política en lo más alto.
No se puede entender la pintura y la literatura europea y mundial del primer tercio del siglo XX sin París, ciudad en la que se encontraron las tendencias más revolucionarias e innovadoras, en ocasiones impulsadas por extranjeros que encontraron en la Ciudad de La Luz la seguridad y la libertad política de la que carecían en sus países de origen.
Y durante la segunda mitad del siglo XX, a pesar de la poca resistencia militar que opuso a la invasión alemana, compensada por una resistencia civil durante la ocupación tan meritoria como mitificada, pudo convertirse en punto de atracción de todo occidente cuando personajes de la talla de Sartre y Camus, nos mostraron la dramática disyuntiva a la que nuestra sociedad se enfrentaba: la de las falsas promesas de igualdad del comunismo soviético, que encubría crímenes horribles, depuraciones ideológicas, deportaciones masivas, y la del camino de la libertad que encarnaba El hombre rebelde de Camus.
El Mayo del 68 no fue protagonizado por los revolucionarios de Sartre, aunque éste hiciera sus últimos gestos ante el gran público, ni por los rebeldes de Camus, que siempre han necesitado un alto grado de compromiso moral y se encontraban por aquellas fechas en Praga ante los tanques soviéticos, sino por los primeros indignados, aunque la denominación de origen se haya materializado cuarenta años después en La Puerta del Sol de Madrid. Sin embargo, el mayo francés tuvo una influencia decisiva en el último tercio del siglo XX que aún perdura, aunque, paradójicamente, no hayamos podido determinar la naturaleza de la misma.
Hoy Francia se encuentra, como siempre, en el foco de atención política de toda Europa. Cierto es que no tiene la fortaleza que tuvo y que hoy sería más necesaria que nunca para equilibrar el dominio economicista de los alemanes, entregados en cuerpo y alma a su tarea de incrementar su poderío económico más allá de las fronteras marcadas por la Unión Europea. Igualmente cierto es que el estatismo asfixiante del Estado galo se ha mostrado incapaz de superar la crisis económica, con el centro derecha de Sarkozy o con un Hollande, no sabemos si abúlico o simplemente carente de ideas, y que ha sido sonoramente derrotado en las últimas elecciones municipales.
De esa conflagración electoral -en la que el Partido Socialista es el gran derrotado, vence el centro derecha y sorprende a toda Europa una extrema derecha que atrae a los descontentos de todos los sectores, muy especialmente de la izquierda- se salvan con luz propia la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, y el ministro de interior Manuel Valls, que asciende a la responsabilidad de jefe de Gobierno.
Me interesa el nuevo primer ministro, que se ha asegurado una relevancia política para mucho tiempo, por su energía y por su capacidad para nadar contra las modas dominantes en el socialismo francés, siempre predispuesto a vestirse de rojo, aunque sea con vestimenta prestada antaño por los comunistas, hogaño por la coalición sectorial que les ha sustituido.
Me interesa en concreto el nuevo primer ministro por su apuesta por una sociedad del bienestar, entendida como una evolución no traumática del Estado de bienestar, en la que los ciudadanos se muestran más preocupados por utilizar los derechos inherentes a la misma que por quien es su titular, ¿el Estado o la iniciativa privada?, más si cabe en Francia, un país que ha hecho de lo público su ideología.
Plantea Valls, si logra mantener sus posiciones, apoyado por los requerimientos de Bruselas, pero exigido en dirección contraria por sus conmilitones, un debate que trascenderá las fronteras y llegará a la izquierda española, que también se debate en la contradicción entre sus ideas clásicas y un mundo que vive a una velocidad vertiginosa una realidad distinta. Las nuevas tecnologías, la globalización… han surtido el efecto de una revolución que no hemos notado, porque en términos generales ha sido pacífica y transparente.
El nuevo primer ministro francés no ha tardado en declararse, no sé muy bien en qué orden: republicano, patriota y socialista, algo tan común en el país vecino que parece innecesario, y que sin embargo no parece que lo sea. En España a los dirigentes socialistas les oímos decir, cada vez que tienen un micrófono delante, que se sienten muy socialistas. Pero cuando dicen que se sienten españoles, antes nos dicen que son de la comunidad en la que han nacido y después que son europeos, en una triquiñuela que muestra, aunque lo traten de evitar, su complejo o su aldeanismo.
Nunca les hemos oído decir que son patriotas, también es cierto que la derecha no se prodiga con este tipo de declaraciones, no sea que les confundan con el régimen anterior. Igualmente aquí correspondería hacer una defensa de la Monarquía, pero se conforman con declararse juancarlistas, prefiriendo con declaraciones de esta naturaleza cobijarse en la persona más que defender el sistema. Tal vez por motivos de este calibre, entre otros, que no son sólo propios de nuestro tiempo, nuestros amigos franceses pueden influir y nosotros somos influidos, ellos tienen un papel definido y determinante en la política internacional y nosotros parece que siempre estamos buscando nuestro papel en el mundo. Todo ello a pesar de que el siempre optimista y a veces no tan bien informado Zapatero vaticinara hace unos años que estábamos a punto de desbancar a nuestro vecino del norte.
Nicolás Redondo, presidente de la Fundación para la Libertad.