El Correo- JAVIER TAJADURA TEJADA
El Consejo de Ministros acordará hoy solicitar al Consejo de Estado el preceptivo informe para la presentación de un recurso ante el Tribunal Constitucional contra la resolución aprobada por el Parlamento de Cataluña en la que se reprobaba al Rey. La reprobación a Felipe VI salió adelante –como si se tratase de un consejero del Gobierno de Cataluña o un dirigente político susceptible de ser controlado por la Cámara autonómica– por su actuación frente al denominado ‘procès’ y en ella se instaba a la abolición de la Monarquía. Las fuerzas políticas que aprobaron la resolución la justificaron afirmando que en su decisivo discurso del 3 de octubre de 2017, el jefe del Estado no actuó como un «poder neutral» y que, además, la Monarquía es una institución «caduca y antidemocrática». La manifiesta inconstitucionalidad del acuerdo explica la acertada y rápida respuesta del Gobierno de Pedro Sánchez.
La reprobación parte de dos premisas falsas. La primera, la supuesta vulneración del Rey de su deber de neutralidad política. La segunda, la incompatibilidad entre valores republicanos y forma monárquica de la jefatura del Estado. La resolución es contraria a la Constitución por atentar contra los principios constitucionales de inviolabilidad e irresponsabilidad del jefe del Estado (artículo 57.3). Veamos brevemente cada una de estas tres cuestiones.
En primer lugar, en su discurso del 3 de octubre del año pasado, Felipe VI actuó de conformidad con su posición constitucional de «árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones» (art. 56. 1) y en coherencia con el juramento prestado de «guardar y hacer guardar la Constitución» (art. 61. 1). Un Rey neutral no es un Rey neutralizado. La neutralidad que se exige al monarca es una neutralidad partidista. No puede favorecer a ninguna formación política. Pero ante un conflicto entre quienes defienden la Constitución y quienes pretenden destruirla mediante su derogación unilateral en una parte del territorio nacional, y ante la pasividad y falta de respuesta del Gobierno, el monarca estaba obligado a denunciar esa situación y a advertir de la necesidad de que los «poderes legítimos del Estado» actuaran. Ninguna violación hubo del principio de neutralidad política.
Además, los valores republicanos están ya recogidos en nuestra Constitución: se trata de los valores de igualdad y libertad, y de los principios de limitación y control del poder. Y lo están de la misma forma que en las democracias más avanzadas del mundo. Entre ellas es obligado mencionar a las escandinavas: Dinamarca, Suecia y Noruega. Países que demuestran que la vigencia de los valores republicanos es plenamente compatible con la existencia de una jefatura del Estado monárquica (hereditaria y vitalicia) en su arquitectura constitucional. En definitiva, no hay incompatibilidad alguna entre los valores republicanos y el establecimiento de una institución monárquica dotada de ‘auctoritas’ (facultad de advertir y aconsejar) pero no de ‘potestas’ (facultades de decisión propias) como clave de bóveda del edificio constitucional.
Desde esta óptica, resulta muy significativo un episodio ocurrido en 1972. El entonces Príncipe Juan Carlos realizó una visita oficial a la República Federal de Alemania. Fue recibido en audiencia por el presidente de la República, el veterano dirigente socialdemócrata Heinemman. Todo presagiaba que el encuentro sería breve, frío y protocolario y que no duraría más de cinco minutos. El político socialista lógicamente desconfiaba del «príncipe franquista». Sin embargo, el encuentro duró más de 45 minutos y entre Heinemman y don Juan Carlos se estableció una relación cordial. El hoy Rey emérito se ganó al viejo socialdemócrata alemán cuando ante la pregunta de este sobre el futuro de la Monarquía española le respondió: «A mí lo que me gustaría es ser el Rey de una República». Y eso es lo que son hoy los monarcas parlamentarios. Reyes de estados en los que los valores republicanos están recogidos en la Constitución.
En último lugar, la resolución aprobada por el Parlamento catalán es contraria a la Constitución porque el art. 57. 3 dice que el jefe del Estado no está sujeto a responsabilidad: ni jurídica, ni política. Ningún órgano jurisdiccional puede juzgar al Rey, y ningún órgano político puede exigirle responsabilidad de ningún tipo. En este sentido, una resolución que «rechaza y condena el posicionamiento de Felipe VI y su intervención en el conflicto catalán» no puede tener cabida en nuestro ordenamiento jurídico.
Por todo ello, el Gobierno actuará correctamente cuando impugne ante el Tribunal Constitucional la resolución que nos ocupa. Cumplirá así con su función de defensor político de la Constitución (art. 97). En este contexto, debería recurrir también las resoluciones por las que algunos municipios catalanes han declarado persona non grata al jefe del Estado y adoptar las oportunas medidas legales contra ellos.
Al fin y al cabo, y como recordaba el otro día el profesor y exmagistrado constitucional Manuel Aragón, la Corona es la clave de bóveda del edificio constitucional construido en 1978. Si cayera, arrastraría en su caída al denostado «régimen del 78» y el Estado mismo se fragmentaría. Las fuerzas políticas que apoyaron la resolución que nos ocupa lo saben. El Gobierno también y por ello cumple con su deber recurriéndola.