- Una fábula que si nos la ponen en una serie de una plataforma acusaríamos al guionista de haberse fumado un carro de grifa
Lo que vamos a contar supone una chaladura colectiva. Una historia tan surrealista que si nos la sirviesen en una serie de una plataforma la abandonaríamos a media temporada, coñeándonos y diciendo que el guionista se ha fumado un carro de grifa. Vamos allá:
Artur Mas, altivo figurín que cae mal a todo el mundo excepto a sí mismo, hereda el Gobierno catalán como delfín del taimado virrey Pujol. Pero resulta un paquete en las urnas. Sus resultados electorales son rácanos y además se encuentra con que Cataluña está quebrada por la gestión manirrota del nacionalismo, con su deuda convertida en bono basura y viviendo de la respiración asistida del Estado. ¿Qué hacer? Pues emprender una gran huida hacia adelante. El tal Mas, un pijillo de alta burguesía que no había sido independentista en su vida, lanza un envite separatista para intentar flotar.
Sus sucesores en el Gobierno regional, Puigdemont y Junqueras, que sí son fanáticos separatistas desde siempre, se creen su propia propaganda. Consideran que ha llegado la hora de lanzar el gran órdago separatista, porque ven a España como oso viejuno, abotargado y soñoliento, que no va a reaccionar. Así que con uno de esos eufemismos tan catalanes anuncian unas «leyes de desconexión» con España. De manera insólita, el Gobierno de Rajoy, la oposición y la justicia no hacen nada, cuando les están amenazando a las claras con romper el país. El PSOE y su periódico de cabecera, en lugar de defender a España, incluso culpan del desafío al PP, por no hacer «gestos» hacia los buenos de los separatistas y no avanzar hacia un «Estado plurinacional».
Visto que Madrid duerme la siesta, Puigdemont y Junqueras comienzan a aprobar sus leyes de ruptura. Con una pachorra y una confianza en la especie humana enternecedoras, Rajoy todavía intenta una tardía «operación diálogo», cuando nuestros enemigos ya están legislando en el Parlamento catalán y preparando su referéndum. Envía a Sorayita a Barcelona a dialogar, y Junqueras se chotea a gusto de ella, ridiculizándola incluso en una recordada imagen, en la que la coge por los hombros como si fuese Shrek haciéndose cargo de Caperucita.
La desastrosa Sorayita es la encargada también de evitar la consulta ilegal. Vuelve a ser toreada y se celebra, incluso con la colaboración activa de los mossos, cuerpo al servicio del nacionalismo. Cuando parece ya que una parte sustancial de España va a irse por el desagüe sin que nadie acabe de hacer nada, Felipe VI da un golpe en la mesa. En un discurso memorable –que hoy es ya aguachirle por la amnistía–, llama enérgicamente a reponer la legalidad.
Rajoy y el TC se sacuden entonces la modorra. Sánchez, muy a regañadientes, acepta aplicar el 155, aunque impone una versión muy liviana, que incluso permite que TV3 siga actuando como cañón de propaganda de los golpistas.
Tarde y mal, España para el golpe y los culpables van a la cárcel, con penas de 13 años para los cabecillas (aunque el presidente del Gobierno regional, un cobarde, logra fugarse a Bélgica, país de la UE que burlando toda cooperación europea se niega a entregarlo a España, como si fuese la Bielorrusia de Lukashenko). La sentencia del Supremo, en vez de llamar al golpe de Estado por su nombre, para no molestar habla de «una ensoñación», cuando lo cierto es que sí se llegó a proclamar una República catalana.
Tras la aplicación de la ley, el separatismo se arruga y se repliega, por puro miedo. Están derrotados, hundidos. Pero alguien los va a revivir: el PSOE.
Sánchez, que había prometido antes de unas elecciones traer a Puigdemont de una oreja a España y endurecer la legislación contra el separatismo, comete una de las mayores felonías de la España moderna. Solo siete meses después del golpe de Estado, alcanza un acuerdo secreto con los partidos golpistas catalanes para tomar el poder con solo 85 diputados. ¿El precio acordado entre tinieblas? Hoy ya lo sabemos: indultar a Junqueras y sus cómplices y reformar el Código Penal a su dictado.
El PSOE cumple y paga. Además compra la voluntad del partido de ETA garantizándole una salida por rápido goteo de todos sus asesinos, que se logra transfiriendo a los nacionalistas vascos del PNV las competencias en prisiones.
¿Próximo paso en la venta a plazos de España? Sánchez pierde las generales de julio de 2023 y para repetir su burla de gobernar sin ganar ahora necesita el más difícil todavía: comprar a Puigdemont. Dicho y hecho. Accede a negociar con él en Ginebra y bajo la tutela de un exótico observador internacional, como si España fuese la Camboya post Pol Pot, o la Serbia de después de la guerra, y se le concede una humillante amnistía inconstitucional, que liquida la igualdad entre españoles (amén de enmendar por completo el discurso capital de Felipe VI, que se ve obligado a rubricarla, en un tremendo trágala al que lo somete Sánchez).
El delirio todavía no ha terminado. Illa gana en Cataluña, pero con una victoria corta (menor que la del PP en las generales del 2023). Pero aquí el PSOE cambia de criterio. A diferencia de lo que rige con Sánchez, ahora debe gobernar a toda costa el más votado. ¿El precio? Un cupo catalán anticonstitucional, que pagaremos todos los parias del común; la aniquilación definitiva del español en la vida pública y las escuelas de Cataluña, y pasos hacia una consulta.
Fin de fiesta: Puigdemont decide dar un mitin en Barcelona y el aparato del Estado, superando en chiste a Mortadelo y Filemón, es incapaz de detenerlo cuando está rodeado por docenas de polis, pues a Sánchez no le viene bien que trinquen a su carcelero, no vaya a ser que se ponga tonto y lo chimpe de la Moncloa.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
(O igual lo que se ha acabado es la Constitución, la legalidad y la solidaridad e igualdad entre españoles. Hemos hecho el pánfilo a gusto).