Ignacio Camacho-ABC

  • Se está repitiendo el error del 8 de marzo. Entonces fue la marcha feminista y ahora el intento de salvar el verano

El gran error del Gobierno ante la pandemia, el que le perseguirá cada vez que se hable de ella, fue el de soslayar la contención del contagio para evitar su impacto negativo sobre la manifestación feminista del 8 de marzo. Como nadie parece haber aprendido nada de aquel ni de otros fracasos, el propio Gabinete y las autonomías están volviendo a cometer el mismo fallo, sólo que ahora no es la ideología el objetivo a preservar sino la temporada turística y hostelera de verano. Una bienintencionada razón económica que podría servir de descargo si no fuese porque este virus tiene la mala costumbre de no respetar el calendario y porque hasta para el observador más profano se hace ya evidente que la infección se ha descontrolado. Vamos tarde y el retraso en la toma de medidas contundentes puede tener un precio muy caro. Y no lo pagaría sólo el sistema sanitario, en el que nueve sociedades medico-científicas observan inquietantes indicios de estrés elevado; es el país entero el que corre riesgo de entrar en colapso si hay que recorrer hacia atrás, en todo o en parte, el camino de falsa normalidad andado desde mayo. La economía, el bien general que se trata de poner a salvo, no resistirá otro bloqueo sin venirse definitivamente abajo.

Esperar a septiembre es una mala idea. A la actual velocidad de propagación, el comienzo del curso escolar y el retorno al trabajo llegarán en condiciones objetivas de emergencia. Hay regiones donde la segunda oleada es en este momento una realidad manifiesta; cada día de inacción proyectará sobre el final de las vacaciones una progresión exponencial de consecuencias. Los planes (?) optimistas han fracasado por una mala evaluación del problema, por exceso de confianza en la tregua y porque las instituciones autonómicas carecen de herramientas jurídicas -y en algunos casos, de determinación política- para adoptar decisiones enérgicas. Falta coordinación y a estas alturas sobra cautela y quizá negligencia; el ministerio se limita al seguimiento de las cifras desde el centro de alertas dejando que las autonomías se apañen como puedan, y el presidente está tumbado al sol en una mansión lanzaroteña. Tampoco funciona la autoprotección ciudadana; la insensata ligereza de ciertos sectores de población demuestra que la presunta responsabilidad cívica del confinamiento no fue más que un ejercicio de resignada obediencia.

Se acaba el tiempo. El intento de salvar el verano amenaza con desembocar en un otoño funesto. El propósito era elogiable pero urge un replanteamiento antes de que la situación se descomponga -otra vez- por completo. El margen se va haciendo estrecho; luego vendrán los reproches, las culpas arrojadizas, la impotencia, los lamentos. Y será difícil explicar que después de cuarenta mil muertos y tres meses de encierro, ni la sociedad ni sus dirigentes fueron capaces de tomarse una epidemia en serio.