Antonio R. Naranjo-El Debate
  • El falso humanitarismo solo estimula las respuestas radicales e inhumanas y alimenta la delincuencia y la marginalidad

Incluso El País ha hecho mención a los datos que El Debate lleva tiempo explicando, en el contexto de caos que caracteriza al Gobierno en esta materia, también: la inmigración irregular ha crecido en España un 66 %, en el mismo tiempo en que en Italia llegaba a reducirse un 82 %.

La compleja gestión de los «menores no acompañados», más conocidos por «menas», es solo la punta del iceberg de un problema mayor que afecta a España y al resto de Europa y se mezcla con otros fenómenos paralelos a los que tampoco se les presta la atención debida, como si negarlos o idealizarlos sirviera de algo.

El alud migratorio se combina así con el difícil encaje de comunidades ajenas a los valores europeos, con Francia como ejemplo paradigmático de sus consecuencias: son franceses de nacimiento pero no de convicción y se sienten mucho más identificados con la consigna de la nación islámica que con la de la República liberal en tantas cosas ejemplar.

A esa evidencia se le añade el éxodo africano, aquí presentado como la consecuencia de una huida desesperada de la guerra y la hambruna, lo que solo es cierto en parte: muchos vienen atraídos por la idea infantil del «sueño europeo», convencidos de que al llegar a esa Arcadia lograrán un confort que ven imposible en sus países de origen e, incluso, llegarán a triunfar en el Real Madrid.

Por eso vienen jóvenes barones, tras pagarle una fortuna al mafioso del barco que puede trasladarles a las inmediaciones de España, que alcanzarán a bordo de un cayuco que en realidad no utilizaron para el trayecto: quienes sí lo hacen suelen morir dramáticamente ahogados por la imposibilidad de recorrer mil quinientas millas náuticas en una embarcación primitiva que necesitaría soportar, además de a decenas de seres humanos, alrededor de nueve toneladas de combustible.

De un lado, pues, hemos renunciado a defender que la única manera de favorecer una integración real es proteger la soberanía de los valores y derechos europeos, que son los más elevados y decentes alumbrados por la humanidad, con el insoportable coste que eso tiene: en nombre de una supuesta multiculturalidad, se tolera la implantación de sociedades con esquemas regresivos, cuando no medievales, que lejos de abrazar la oportunidad de sumarse al progreso trabajan, por acción premeditada o inercia, para borrar esa huella y sustituirla por la suya.

Y de otro, por el negligente buenismo de dirigentes como Sánchez y tantos otros de su estirpe en ambos lados del tablero ideológico, hemos incentivado un negocio de trata de seres humanos a los que, tras el indigno efecto llamada, se les suelta de mala manera en las calles de cualquier ciudad, o se les confina en indecentes centros de refugiados con horario de entrada y de salida y demasiado tiempo libre para no hacer nada, todo ello por la pereza del Gobierno y de las ONG que facturan por traerlos, colocarlos y desentenderse de todo lo demás.

Las estadísticas demuestran, sin ninguna duda, la necesidad de estimular y gestionar una inmigración regular, que logrará prosperidad y la dejará en su sociedad de acogida, en términos económicos y también culturales. Pero demuestran también los estragos generados por el fenómeno si se desborda irresponsablemente: desarraigo, delincuencia, pobreza, inseguridad y xenofobia.

Cuidar las fronteras no es solo una garantía para los nacionales: también lo es para quienes vienen, pues garantiza su inserción en un universo de derechos y de obligaciones imprescindible para obtener y ejercer una ciudadanía plena.

No distinguir entre el refugiado, el asimilado, el irregular, el nacionalizado y el sinvergüenza y no aplicarle a cada uno la receta que su situación reclama, para mezclarlo todo en un batiburrillo de falso humanitarismo, demagogia política e incompetencia solo está sirviendo, en toda Europa salvo en la Italia de la interesante Giorgia Meloni, para estimular respuestas radicales, prejuicios infundados y, también, miedos razonables.