Félix de Azua-El País
Tras una catástrofe hay acontecimientos que pueden encender en grupos extensos la negra llama del nihilismo
Nadie se atreve ya a defender seriamente la posibilidad de un progreso social continuo. Sólo los intelectuales y políticos más adocenados se presentan aún como “progresistas”. Frente a este fenómeno se alzó, tiempo atrás, el nihilismo, sobre todo entre los lectores de Nietzsche, pero tampoco quedan hoy muchos nihilistas de cartel. Ningún político serio se presentaría con un manifiesto nihilista para pedir votos. Entiendo por nihilismo la destrucción, a causa de un acontecimiento inesperado, de lo que se tenía por “real y verdadero”. Así lo definía Blumenberg hace medio siglo. Y si casi no hay políticos o intelectuales que planteen el nihilismo (paradójicamente) como nuestra única realidad verdadera es por ser algo tan obvio que ya ni siquiera se concibe como anomalía. Algún ciudadano, sin embargo, puede no percatarse de nada y “creer que tiene en la mano su propio destino, cuando hace ya mucho tiempo que se lo han arrebatado”.
Tras una catástrofe algunos acontecimientos pueden encender en grupos extensos la negra llama del nihilismo, de la realidad hundida, del mundo arrasado. Así, por ejemplo, la gran inquietud provocada por la extinción de las pensiones o la convicción de que “no viviremos tan bien como nuestros padres” es la nuda percepción de un mundo arrasado, el de la socialdemocracia. Ha provocado un nihilismo evidente entre los desesperados de Podemos. O la constatación de que la nación catalana sólo era otro sueño burgués, lo que va incrementando masas nihilistas con la identidad devastada que ya no tienen más argumento que la violencia. Semejantes al personaje de Kafka, se despiertan convertidos en escarabajos, es decir, en españoles. A nadie puede extrañar su pulsión autodestructiva.