EL CORREO 30/03/14
JON JUARISTI
· La tragedia terrorista sigue pesando en la vida cotidiana del País Vasco y se resiste a transformarse en comedia
Acomienzos de los años sesenta del pasado siglo, una prima de mi padre casó con un sevillano que había estudiado Derecho en Deusto. La familia del novio tenía un inmenso cortijo y el chico se había hecho muy popular toreando becerros en el Puerto Viejo de Algorta. Mi muy jesuítica familia paterna se mostró honradísima con el enlace, porque para los nacionalistas vascos los ricos nunca han sido maquetos. Cuando la pareja se separó, a finales de la década, el primo de Sevilla, tan majete y simpático hasta entonces, pasó a ser un señorito franquista, vago y sinvergüenza «como todos los andaluces», según los más montaraces de mi parentela.
Me encanta Sevilla, ciudad en la que estudié los primeros cursos de una licenciatura que terminé en Deusto, con los jesuitas. Conozco los estereotipos de los vascos que corren entre los andaluces, y a la inversa, los que circulan de los andaluces entre los vascos, y nunca dejarán de parecerme peligrosamente ambiguos. En el extremo, refuerzan el inveterado cainismo de la raza, aquel carácter apartadizo que Menéndez Pidal descubría ya entre los iberos, celtas, celtíberos y compañía. Por eso creo que es sano reírse de ellos, como lo han hecho ya los cientos de miles de espectadores –entre los que me incluyo– de Ocho apellidos vascos, el acontecimiento cinematográfico de la temporada. Muy sano, pero según cómo y, sobre todo, según cuándo.
La película de Martínez Lázaro consiste en una sucesión de chistes desternillantes ensartados en un argumento escasamente original, porque lo del andaluz que se finge vasco es un tópico bastante transitado. Una de sus últimas manifestaciones literarias fue una valiente novela de Eduardo Gil Bera,
Os quiero a todos (Pretextos, 1997), cuyo protagonista, un emigrante gaditano en el País Vasco, descubre que la supervivencia individual en una sociedad dominada por el nacionalismo y el terror requiere el recurso continuo a la mentira y a la impostura.
La novela de Gil Bera no hacía concesiones a la comedia. Era pura sátira, de lo mejor en su género. Ocho apellidos vascos, por el contrario, quiere ser comedia, y comedia amable, con personajes encantadores que produzcan una risa consoladora. Y lo logra, sin duda. Ahí reside la clave de su éxito y, al mismo tiempo, su mayor debilidad moral.
Mark Twain definió la comedia como tragedia desgastada por el tiempo. Con La vaquilla (1985), Luis García Berlanga se atrevió a hacer por vez primera una película cómica sobre la guerra civil. Sólo lo consiguió a medias (tuvo que cerrarla con una imagen trágica: la de la vaquilla muerta en tierra de nadie, entre dos líneas de trincheras cuyos ocupantes vuelven a matarse entre sí), y eso que ya habían transcurrido casi medio siglo desde la guerra y diez años desde la muerte de Franco. Pero ni la guerra civil ni el franquismo habían pasado aún a la historia. La tragedia no había terminado de desgastarse.
La tragedia de ETA sigue formando parte del paisaje cotidiano del País Vasco, y se resiste a su transformación en comedia. El tiempo no ha empezado siquiera a desgastarla. Muy significativamente, la película de Martínez Lázaro ha irritado tanto a las víctimas del terrorismo como a la izquierda abertzale por un mismo motivo –la visión cómica de la kale borroka–, aunque por razones distintas, evidentemente. Es cierto que ha cosechado el favor de la inmensa mayoría que no está con las víctimas ni con Bildu, pero eso no supone coincidir con la moral de la democracia, sino con la amoralidad de la equidistancia, algo a lo que el cine español nos tiene acostumbrados en su tratamiento del terrorismo etarra desde los orígenes mismos de la transición.