El apoyo electoral que ha recibido el PSE no anticipa necesariamente nada. Cada vez más, la ciudadanía se aproxima a la política como al consumo: clientes que no dan nada gratis, ni para siempre, sino que esperan algo a cambio de su voto y están dispuestos a modificarlo. Pero en Euskadi empieza a ser ya una realidad un sistema de vascos comunicantes.
Cuando Auguste Comte (1798-1857), considerado convencionalmente padre tanto del Positivismo como de la Sociología, buscaba una denominación adecuada para la nueva ciencia de la sociedad que junto con su mentor y maestro Saint-Simon empezaban a desarrollar en la Francia de mitad del siglo XIX, pensó en el término ‘física social’. Atrás había quedado ese largo periodo histórico que media entre la segunda mitad del siglo XVII y la elaboración y lenta expansión de la Encyclopédie. Un tiempo convulso excelentemente reflejado en la novela de Iaian Pears ‘La cuarta verdad’, ubicada en la Inglaterra de 1663, en la que podemos leer el siguiente párrafo: «En una ocasión alguien intentó explicarme las ideas del señor Newton, pero me parecieron carentes de sentido; era algo acerca de la prueba de que las cosas se caen. Como yo había sufrido una caída del caballo el día anterior, repliqué que tenía la prueba que necesitaba marcada en mi espalda; y, en cuanto al porqué, era obvio que las cosas se caían porque Dios las había hecho pesadas». Fue necesario que transcurriera todo un siglo para que la ciencia moderna, cuyo paradigma eran la matemática y la física, trazara con alguna claridad la línea que la distingue de la magia y la religión.
Pero, finalmente, la actitud y el método científicos fueron considerados la vía fundamental (algunos pretenderán que única) para conocer los asuntos humanos. De ahí la intención de Comte: si una ciencia social era posible, necesariamente habría de concebirse como imitación de la física; una Física Social. Pero finalmente renunció a esta denominación porque el matemático belga Adolphe Quetelet se le adelantó al publicar en 1836 su obra ‘Sur l’homme et le développment de ses facultés, ou essai de physique sociale’. De no haber sido así, hoy los sociólogos seríamos conocidos como ‘físicos sociales’, recorreríamos los pasillos y las aulas universitarias vistiendo bata blanca y, acaso, no nos encontraríamos con tantas dificultades a la hora de dotarnos de un perfil profesional inteligible.
En cualquier caso, ya sea como ‘physique sociale’ o como ‘sociologie’, hasta hace bien poco la ciencia social en y sobre Euskadi ha estado condenada a ser una paadójica ciencia de las excepciones. Como si habitáramos una de esas otras dimensiones que la literatura de ciencia ficción imagina, hasta hace bien poco parecía no haber norma o ley general que aquí se cumpliera. Pensemos en el bien conocido principio de los vasos comunicantes: cuando se ponen en comunicación dos depósitos que contienen un mismo líquido que inicialmente está a distinta altura en cada uno de ellos, el nivel de uno de los depósitos baja, subiendo el del otro hasta que ambos se igualan. Haciendo una lectura sociológica del mismo, tal principio ha sido, históricamente, de imposible aplicación en Euskadi. Una teoría de los vascos comunicantes nunca se remitiría a la ley general sino a esa excepción de la ley que se produce cuando lo que se introduce en el sistema es dos líquidos de distinta densidad: cuando esto ocurre los fluidos no se mezclan homogéneamente, sino que el más denso llena el tubo de comunicación y la altura que alcanza cada uno de los líquidos en los depósitos es inversamente proporcional a la densidad de cada uno de ellos.
En Euskadi llevamos décadas viviendo como si la comunicación y la mezcla entre vascos fuese naturalmente imposible. Como si nuestros diversos proyectos políticos fuesen, siempre, realidades con densidades distintas, todo lo más que hemos logrado ha sido yuxtaponer proyectos (como durante los gobiernos de coalición PNV-PSE), pero sin que estos llegaran nunca a mezclarse. Nacionalistas y no nacionalistas, decíamos en aquellos tiempos, como si habláramos de líquidos con muy distinta densidad política, que pueden llegar a tocarse por necesidad, pero sin entreverarse jamás. Nacionalistas vascos y nacionalistas españoles, o constitucionalistas y abertzales, dijimos más tarde, renunciando incluso a la posibilidad de coincidir en un mismo recipiente, como si la única posibilidad fuera obturar cualquier vía de comunicación o, peor aún, que uno de los líquidos acabara por ocuparlo todo desalojando de su espacio al otro.
Durante demasiado tiempo hemos dado por hecho que cuando alguien pretende comunicarse con el otro pierde densidad. Y que siempre el fluido más denso ocupa y acaba por atascar el tubo de comunicación. De ahí ese atragantamiento de las grandes palabras, esa compacidad plúmbea que todo lo enfanga; de ahí también el cachondeo de tantos ante cualquier referencia a la transversalidad. Cuando lo único realmente denso debería ser, por un lado, la defensa de un marco estable y radicalmente incluyente de derechos y libertades, y por otro, la reivindicación de memoria y justicia para con las víctimas, de manera que el único fluido vasco radicalmente incomunicante fuera el cieno terrorista. Pero hete aquí que las elecciones del 9 de marzo han conseguido que Euskadi empiece a comportarse como una sociedad más normal de vascos comunicantes
En política, las reacciones en caliente siempre son las más sinceras. En este caso, también las más acertadas. Como cuando el mismo lunes postelectoral el diputado electo del PNV, Josu Erkoreka, reconocía que «mucho voto nacionalista» se había ido al PSE (otra cosa es que este trasvase de voto tuviera como único detonante el deseo de ‘frenar al PP’). Ya para el miércoles Sabin Etxea intentaba enviar el mensaje de que en realidad no había sido así, que los votantes que el PNV no había logrado movilizar no habían cometido delito de lesa patria votando socialista sino que se habían quedado en casa, como si les preocupara más la posibilidad de que su potencial electorado se mezclara con el electorado socialista que el hecho de que se añadiera a la abstención reclamada por ANV. O como cuando el miércoles el presidente del PP en Vizcaya, Antonio Basagoiti, demandaba para los populares vascos «más autonomía» para poder «abordar cuestiones pegadas a la realidad de los ciudadanos». A pesar del apresurado intento de la presidenta del PP en Euskadi por reconducir estas declaraciones al socorrido (y socarrado) terreno del malentendido, Basagoiti se explicó perfectamente, entendiéndosele todo. Por cierto, no era la primera vez que el dirigente vizcaíno se expresaba así: en abril de 2004, siendo vicesecretario general del partido, ya declaró que «el PP nunca podrá ser alternativa en el País Vasco con tutelas de Madrid».
Lo más importante del resultado del 9 de marzo es que cada vez más personas de casi todos los ámbitos ideológicos han empezado a contemplar con toda normalidad al PSE como opción electoral. Habíamos asumido como una característica estructural de nuestro sistema electoral que los únicos movimientos de voto posibles eran aquellos que se producían en el interior de cada uno de los dos grandes bloques políticos en los que convencionalmente habíamos dividido el campo político vasco o de cada uno de esos bloques hacia la abstención. Pensábamos que un nacionalista sólo podía votar nacionalista o abstenerse. Pero esto parece haber cambiado.
Es evidente que el apoyo electoral que ha recibido el PSE-EE no anticipa necesariamente nada pensando en futuras confrontaciones electorales. Cada vez más, para bien y para mal, la ciudadanía se aproxima a la política desde claves similares a las que le orientan en el ámbito del consumo: como clientes que no dan nada gratis, ni para siempre, sino que esperan recibir algo a cambio de su voto y están dispuestos a cambiar su sentido siempre que lo consideren necesario, como inversión, como premio o como castigo. Pero lo que no hace tanto parecía imposible, que en Euskadi exista un sistema de vascos comunicantes, empieza a ser ya una realidad.
Imanol Zubero, EL CORREO, 18/3/2008