EL MUNDO 03/06/14
SANTIAGO GONZÁLEZ
El Rey abrió ayer un proceso de abdicación con la firma de un escueto documento dirigido al presidente del Gobierno, en el que anuncia su decisión. Han pasado 38 años seis meses y 11 días desde aquel 22 de noviembre en que Alejandro Rodríguez de Valcárcel, presidente de las Cortes franquistas, dijo con esa modulación solemne que sólo tenían los falangistas y Dios en el Sinaí: «Desde el recuerdo emocionado a Franco, ¡viva el Rey!».
El monárquico sobrevenido y utilitarista que soy ve la Corona de manera análoga a Woody Allen las relaciones amorosas, según el chiste del señor que se lamenta ante su médico por tener un hermano que se cree una gallina y el facultativo le responde: «¿Por qué no hace que lo encierren?». «Lo haría», replica el hombre, «pero necesito los huevos».
Así le pasaba a Alvy Singer en Annie Hall: las relaciones humanas «son completamente irracionales, disparatadas, absurdas y… pero, ah, creo que las seguimos manteniendo porque, ah, la mayor parte de nosotros necesitamos los huevos».
Y eso me pasa a mí, republicano teórico (nunca podría ser tan republicano práctico como el conde de Godó o Pilar Urbano), que rechazaba los cargos hereditarios y era muy partidario de la meritocracia: me di cuenta de que necesitaba los huevos. Unas lecturas sobre las dos experiencias republicanas que ha tenido España serían capaces de desalentar a cualquier republicano racional, pero de eso ya no nos quedan existencias.
Esto de evocar la República como forma de gobierno para España, después del periodo más largo en nuestra historia moderna sin guerras, pronunciamientos militares ni dictaduras, me parece un sinsentido como intentar la reposición de los Capetos en el trono de Francia. O el intento de recuperar la monarquía búlgara para aquel Simeón que fue depuesto a los nueve años –hacerle eso a un niño…– y se exilió en las páginas del Hola con toda su familia.
La mera evocación de unas elecciones presidenciales produce escalofríos. Traten de imaginar a dos candidatos disputándose la Jefatura del Estado por los dos partidos mayoritarios: ¿Chacón, Madina, Susana? ¿Cañete? Eso, en el mejor de los casos. Si fuera cierto el fin del bipartidismo, podríamos dar cabida al gran Centella o a Pablo Iglesias. Ganaríamos en confusión, pero también en diversión.
Los movimientos sociales y algunos partidos políticos convocaron desde por la mañana a concentraciones en las capitales de toda España para exigir el referéndum para la República. Cuando empezó a hablarse de la abdicación como una posibilidad, sonaban razonables las negativas de la Casa Real, la reformulación del grito ritual de Rodríguez de Valcárcel a la manera clásica: «El Rey ha muerto, ¡viva el Rey!». Al fin y al cabo, la de Don Juan Carlos es la séptima abdicación de un rey español, el primero de los cuales fue un Austria, Carlos I, a favor de su hijo Felipe, feliz coincidencia onomástica. En cambio, en una dinastía mucho más larga que la de los reyes españoles, Benedicto XVI ha sido el primer Papa de Roma en ceder el solio en vida.
Están presentes todos los datos de estos casi tres annus horribilis para la Corona: cinco operaciones quirúrgicas, la corrupción del casoUrdangarin, la princesa Corinna, la caída en Botsuana son elementos sobrados para definir la crisis. Sin embargo, resulta difícil de entender el momento: la crisis económica viene acompañada por la crisis política, la desafección del secesionismo catalán y las apetencias del vasco, la crisis de los dos grandes partidos, con uno de ellos en riesgo de implosión. No hay peor situación imaginable. Si la Casa Real ha decidido que éste es el momento, ha de ser forzosamente porque considera que el camino del declive no tiene retorno. De otra manera, habría sido más lógico que el Rey echara el resto para transmitir a su hijo la Corona en momentos menos tormentosos.
Ignacio de Loyola ya había advertido sabiamente que, en tiempos de desolación, es mejor no hacer mudanza.