Ignacio Camacho-ABC
- Hay motivos de inquietud cuando una nación de pedigrí democrático se entrega a una hornada de iliberales filoputinianos
De Gaulle implantó en Francia el ‘ballotage’ o votación a doble vuelta como mecanismo de estabilidad tras una época en que los gobiernos duraban, como en Italia, un año de media. El general quiso crear a su medida una república presidencialista con un fuerte poder individual salido de una elección directa y sin obligación de dar cuentas -lo hace en su lugar el primer ministro- ante la Asamblea. Desaparecido el gaullismo a finales de los sesenta, el método ha sostenido durante medio siglo una razonable alternancia de los partidos surgidos de la posguerra y aún hoy, ante la crecida de los populismos, sirve de dique contra la ruptura del sistema. Con un régimen parlamentario puro, los resultados del domingo podrían haber colocado un gabinete de ultraderecha al frente de la única potencia nuclear de la Unión Europea.
Porque aunque el centrista Macron logre, como resulta probable, conjurar ese riesgo gracias al ‘compromiso republicano’ -llamamiento al sufragio útil- de los descartados en el primer intento, la realidad es que la mitad de los franceses han desplazado su voto hacia ambos extremos. Entre Le Pen y Zenmour han superado el treinta por ciento, a lo que hay que sumar los veintidós puntos facturados por Mélenchon en el flanco izquierdo. Los tres, más el propio presidente actual, han triturado la estructura partitocrática convencional para sustituirla por movimientos personalistas que han acabado por instaurar una nueva hegemonía. El socialismo clásico se ha despeñado hasta la irrelevancia en beneficio de la Francia Insumisa -una especie de Podemos galo- y una suerte similar han corrido los conservadores neogaullistas. Es decir, que las dos formaciones que en cinco décadas se han repartido la Presidencia están prácticamente desaparecidas. Estragos del descontento de las capas sociales que se sienten víctimas de dos crisis consecutivas.
Si los votos de la ultraizquierda no acaban en Le Pen como expresión rabiosa de rechazo, Macron podrá detener al populismo durante otro mandato. Pero detrás de él no hay nada porque su plataforma no es más que un invento pragmático, un bastidor construido para sustentar su liderazgo, sin identidad política y sin un modelo sólido a medio plazo. En la segunda ronda del día 24 se ventila una parte sustancial del futuro de Europa como proyecto comunitario, y en todo caso quedarán pendientes muchas incógnitas a cinco años. Hay motivos de inquietud cuando una nación de impecable pedigrí democrático se entrega con entusiasmo a una hornada ruidosa de profetas antiglobalistas y filoputinianos, aparentes antagonistas ideológicos enlazados por su fobia al régimen liberal y sus rasgos autoritarios. Cuidado con los correlatos porque esta clase de fenómenos antisistema poseen rápida capacidad de contagio. Y no hay más antídoto que unas instituciones eficaces en el servicio a los ciudadanos. Eso o el colapso.