LIBERTAD DIGITAL 30/06/17
ROSA DÍEZ
· Algo cambió en nuestra conciencia colectiva en aquellos días. Interiorizamos la extrema e inhumana crueldad de los terroristas.
Hace unos días publiqué un tuit (ahora casi todo se hace en 140 caracteres…) para recordar a Otegi que, gracias las Fuerzas Armadas que él desprecia y nosotros homenajeamos, miles de ciudadanos pudieron salvar sus vidas y escapar de las garras de ETA, su banda terrorista ETA. Mi entrada tuvo una cierta repercusión y algunas personas me pararon los días posteriores en Bilbao para darme las gracias por recordar lo obvio… Pero también me he encontrado con más de un ciudadano que me ha dicho/preguntado cariñosamente si no sería mejor que descansara, que no siguiera predicando en el desierto, que la cosa está perdida, que todo se ha olvidado, que no vale la pena seguir…
Entiendo de qué me hablan todos esos ciudadanos pesarosos que, siquiera mentalmente, ya han tirado la toalla. Una de las personas que me habló en ese sentido fue una mujer de mi edad que llevaba de la mano a un niño de unos siete años, su nieto, supuse. Le agradecí su preocupación y sus buenos deseos y traté de explicarle, en cinco minutos y en medio de la calle, por qué vale la pena mantener la memoria y reivindicar la verdad. Me escuchó callada, me dio un beso… y se fue.
Cuando me he puesto a escribir este artículo que me ha pedido Libertad Digital para rememorar aquellos trágicos días de julio de hace veinte años, en los que Ortega Lara fue liberado de su secuestro de 532 días y Miguel Ángel Blanco fue asesinado por ETA, he pensado que se me brindaba una buena oportunidad para explicar de manera más pausada por qué y siempre merece la pena reivindicar memoria y verdad.
Han transcurrido veinte años desde que vimos el rostro de Ortega Lara salido de su tumba, vivo de milagro, vivo a pesar de todo… Y veinte años también desde que encontraron el cadáver de Miguel Ángel Blanco, aquel joven y desconocido concejal de Ermua, militante del Partido Popular, a quien la banda terrorista ETA asesinó como represalia por no haber podido completar el crimen con Ortega Lara.
Algo cambió en nuestra conciencia colectiva en aquellos días. Interiorizamos la extrema e inhumana crueldad de los terroristas tanto en el secuestro de Ortega Lara (nadie que lo haya visto podrá olvidar su rostro a la salida del sepulcro en el que estaba encerrado) como en el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Ambos hechos, tan unidos por el tiempo como por la atrocidad con que se perpetraron, provocaron una insólita y gratificadora oleada de rechazo contra la banda terrorista.
Pero, desgraciadamente, pronto se disipó aquel espíritu de Ermua que parecía haber llegado para quedarse. Y vimos cómo cuando la banda volvió a estar operativamente débil, el PNV le tomó el relevo y radicalizó el discurso contra el Estado y sus instituciones, contra las víctimas… Y casi volvimos a la casilla de salida. Vamos, como siempre.
Pero no quiero caer en la nostalgia y dedicar estas líneas a argumentar –con razón, lo sé– que si aquel espíritu de rebelión cívica contra los terroristas y contra su discurso se hubiera mantenido hubiéramos acabado mucho antes –y mucho mejor– con ETA. Como dije, quiero aprovechar este espacio que se me brinda para insistir en la necesidad de mantener viva la memoria y la verdad. No sólo hay razones éticas, de principios y de justicia para seguir dando la batalla, para recordar a los nuestros y para desenmascarar a los cómplices y a los fariseos cada vez que unos y otros alcen su voz o difundan sus mentiras. Hay también razones prácticas, de apuesta por el futuro, de definición del tipo de sociedad que queremos para que vivan nuestros hijos y nietos.
Quiero explicarle a esa abuela que me paró en la calle que su nieto tiene derecho a conocer qué es lo que pasó en su tierra; qué hizo cada cual en esos momentos en los que unos poníamos las víctimas y los otros solo el odio y la muerte; creo que su nieto tiene derecho a saber quién y cómo luchaba, cómo se sufría, quién callaba y cómo. Su nieto tiene derecho a que no se reescriba la historia de su país y de sus conciudadanos. Su nieto tiene derecho a saber la verdad: que en Euskadi nunca hubo un conflicto político distinto al que viven todas las sociedades democráticas, y que se sustancia por métodos también democráticos; que lo que aquí hubo fue una banda de terroristas que asesinó a 857 inocentes porque les estorbaba para imponer su modelo totalitario de país. Su nieto tiene derecho a saber que ETA no nació para resistir o luchar contra Franco, sino que la primera víctima de ETA se produjo en 1960, cuando la dictadura franquista tenía 24 años de vida y en ese periodo se conocía como la dictablanda ; y el fulgor asesino de la banda se recrudeció según se aproximaba la muerte de Franco y los españoles preparábamos la reinstauración de la democracia. Su nieto tiene derecho a saber que ETA asesinó a 46 ciudadanos durante la dictadura franquista y a 811 durante y contra la democracia.
Sí, su nieto y todos los jóvenes que ya hoy ni siquiera saben qué fue y qué hizo ETA, y cuáles son los nombres y las circunstancias de sus víctimas, tienen derecho a conocer la verdad. Tienen la obligación de saber que, si ellos viven en un país democrático y miembro de la UE, es porque miles de sus conciudadanos arriesgaron la vida para que ETA no consiguiera destruir la democracia. Los niños de hoy, los jóvenes de mañana, necesitan que alguien les cuente lo que ocurrió y no les dé una versión interesada. Tenemos que explicarles que ETA asesinó a 857 ciudadanos porque eran un estorbo para sus planes totalitarios, porque estaban en primera línea defendiendo la libertad de todos. Todas las víctimas de ETA lo fueron por lo que eran, no por lo que hacían: ETA les asesinó porque eran nuestros escudos. Les asesinó para amedrentarnos a todos, para que desistiéramos.
O sea que nuestro desistimiento, nuestro silencio, sería el éxito de ETA.
Querida y desconocida abuela: ellos, todas las víctimas, son nuestras razones para seguir. Tenemos 857 razones para seguir librando la batalla. Eso es lo decente, lo justo, lo digno. Lo mínimo que les debemos es recordar sus nombres, su historia, los sueños que les quitaron, la vida que no pudieron cumplir. Ellos, los muertos, no pueden dar testimonio; por eso debemos darlo nosotros.
Te daré una última razón: hemos de seguir no solo por corresponder humildemente a lo que Miguel Ángel, Fernando, Javier, Gregorio, Joxeba, José Antonio… (y así hasta 857) dieron para protegernos; hemos de seguir también porque tenemos hijos y nietos y no queremos que en ellos se repita nuestra historia. Hemos de seguir porque yo no quiero que llegue un día en que mis nietos se tengan que pintar las manos de blanco –como hicieron sus abuelos y también sus padres– y hayan de salir a la calle a gritar: «¡Libertad!». No, no quiero que en ellos se repita nuestra historia.