No sólo Estados Unidos celebra este año unas elecciones clave en un momento de redefinición del mundo. Los venezolanos están llamados a votar hoy entre la continuidad del régimen criminal de Nicolás Maduro y la alternativa liderada por una oposición unida, revitalizada y movida por la confianza de que el apoyo al cambio sea tan abrumador que al chavismo no le quede más remedio que aceptarlo.
Las encuestas están de su parte. El apoyo al candidato opositor, Edmundo González Urrutia, alcanza en algunos casos el 70%. Cualquier analista neutral que interpretara en circunstancias normales los datos resolvería que, con un 30-40% de los votos, los días de Maduro están contados.
Pero conviene no caer en la ingenuidad de creer que estas elecciones respetarán la pulcritud procedimental de otros países de la región, como Brasil, Argentina o Colombia. Tampoco hay que subestimar el poder del chavismo para perpetuarse después de 25 años instalado en todas las estructuras del Estado. Maduro ya se ocupó de bloquear la candidatura de la popular María Corina Machado y de imposibilitar el voto a más de cuatro millones de venezolanos en el exterior. Ahora el principal temor de la oposición, duramente escarmentada, es que el dictador manipule el resultado a su gusto e impida la transformación ansiada por millones de compatriotas.
Los demócratas saben que, si los venezolanos votan en masa y el resultado real se acerca a las estimaciones, la presión nacional e internacional sobre Maduro será inmensa. El chavismo no tendría tan fácil repetir el engaño de 2018, ni sofocar las protestas multitudinarias como entonces, cuando el régimen mató a unas 7.000 personas, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
La oposición asegura que tendrá testigos en todos los puntos de votación para evitar que haya manipulaciones e irregularidades en el proceso. Esta tarea será importante y vendrá acompañada de un hecho diferencial. Los gobiernos izquierdistas de Iberoamérica ya no se ponen de perfil con Maduro, aunque sea por las secuelas de la entrada masiva de venezolanos en sus países.
El presidente de la primera potencia de la región, Lula da Silva, dijo que «Maduro necesita aprender que cuando ganas, te quedas, y cuando pierdes, te vas». El colombiano Gustavo Petro afirmó que «el derecho a elegir no es sólo individual». El chileno Gabriel Boric, tras la advertencia de Maduro de que habrá violencia si pierde, fue muy claro: «No se puede amenazar bajo ningún punto de vista con baños de sangre. Lo que reciben los mandatarios y los candidatos son baños de votos y esos baños de votos representan la soberanía popular, que debe ser respetada».
Así que los demócratas del mundo sólo pueden desear que los baños de votos ganen a los baños de sangre. Es una mala noticia que el régimen bolivariano haya impedido el aterrizaje de una delegación brasileña de alto nivel o del expresidente argentino Alberto Fernández para supervisar el proceso electoral. Y también supone un pésimo augurio sobre la disposición de Maduro a respetar la limpieza de la votación la retención y posterior expulsión de Caracas de la delegación de parlamentarios del PP, después de habérsele negado el permiso a viajar al país en calidad de observadores internacionales.
Esta circunstancia se une a otra realidad adversa para la oposición. El Consejo Nacional Electoral, órgano rector del poder electoral, está en manos del chavismo y no es fiable. Pero, incluso con estos ingredientes, hay motivos para la esperanza.
El pueblo venezolano está llamado a acudir masivamente a las urnas y hacer historia. Si se moviliza por el cambio, tiene en su mano forzar a Maduro a tomar el consejo de Lula: aceptar, le gusten o no, las reglas democráticas y abandonar el Palacio de Miraflores.
Si lo consigue, comenzará un nuevo tiempo para el país. Uno que, deseablemente, se mire en el espejo de Chile y España, impulse una transición democrática y construya un futuro mejor para un pueblo secuestrado por la peor cara del populismo.