Carmen Martínez Castro-El Debate
  • Los presos políticos y las detenciones arbitrarias se ven como parte del paisaje exótico del país, al igual que el narcotráfico, la corrupción o los chándales de Maduro

Los venezolanos han protagonizado el mayor éxodo de población en la historia de América Latina. Ocho millones de personas, aproximadamente el 20 % de su población, han huido del país en los últimos años y superan con creces el número de refugiados provocados por la guerra de Siria. Ayer esos venezolanos del exilio fueron los protagonistas de una nueva jornada de lucha democrática. Convocados por la oposición, los venezolanos repartidos por todo el mundo salieron a dar la réplica a los últimos intentos de la comunidad internacional de poner paños calientes y cataplasmas al régimen de Maduro, entre ellas la peregrina ocurrencia patrocinada por Petro y Lula de repetir las elecciones; se supone que con la intención de que Maduro las gane por fin, aunque para ello tenga que meter en la cárcel a medio país.

La lucha del pueblo venezolano durante estos años no solo ha sido contra la tiranía de Maduro, también han dado una batalla extenuante contra la indiferencia de la comunidad internacional. En el fondo de ese desinterés late un poso de supremacismo hipócrita: los venezolanos, tan chéveres ellos, no son merecedores de disfrutar del mismo régimen de libertad que disfrutamos los civilizados europeos o los estadounidenses. Los presos políticos y las detenciones arbitrarias se ven como parte del paisaje exótico del país, al igual que el narcotráfico, la corrupción o los chándales de Maduro. Mariano Rajoy fue el primer presidente europeo en romper esa pasividad. Recibió a Lilian Tintori en Moncloa cuando esta denunciaba a la situación de su marido y de tantos otros opositores encarcelados y ello le hizo merecedor de ser el presidente más insultado por el dictador. Su constante petición de democracia y libertad para el pueblo venezolano fue otra de las cosas que cambió la moción de censura.

En los despachos del poder siempre se ha escuchado la misma cantinela sobre Venezuela: «Maduro es terrible, pero la oposición no ayuda». Esa letanía funcionaba como un bálsamo para acallar los problemas de conciencia y como un seguro para mantener la pervivencia del régimen. Después de tantos desastres provocados por intervenciones fracasadas, la comunidad internacional ha cambiado idealismo por pragmatismo y sigue la consigna de que más vale dictador estable y conocido que caos por conocer. Todavía ahora quienes prudentemente alertan del riesgo de un baño de sangre en Venezuela tienden a pasar por alto que el único responsable del mismo sería Nicolás Maduro.

Sin embargo, después de las elecciones del 28 de julio, la comunidad internacional ya no puede seguir amparándose en las viejas excusas para mirar hacia otro lado. La oposición venezolana ha dado una lección de unidad, de movilización y de civismo. Han desnudado ante todo el mundo a un régimen al que solo le queda la represión feroz. Ayer lo volvieron a hacer con esa protesta de alcance planetario protagonizada por los millones de exiliados. Los demócratas venezolanos se han ganado con creces el derecho a vivir en esa democracia por la que tanto están luchando. Ya es hora de la que comunidad internacional les brinde un apoyo más contundente y efectivo del que han tenido hasta ahora.