No detesto los alborotos.
No tengo nada en contra de las caceroladas, aunque vivieran su momento dorado en los tiempos de las manifestaciones en apoyo a la OEA (Organización de los Estados Americanos).
Y el hecho de que seamos un pueblo refractario, protestón y revolucionario ha sido muchas veces aquello que ha honrado a nuestro país en los últimos dos siglos y medio.
Pero, ojo.
Cuando los franceses destronaron a Luis XVI, fue para proclamar los derechos del hombre.
Cuando derrocaron a Carlos X de Francia, pudieron elegir entre el futuro Luis Felipe, Adolphe Thiers, Casimir Perier, François Guizot o La Fayette.
Cuando le llegó el turno a Luis Felipe, todo el mundo pensó que, entre Louis Blanc y el obrero Albert, entre Lamartine y aquel joven preso político llamado Luis Napoleón Bonaparte, autor de la Extinción del pauperismo, había una plétora de aspirantes para hacerse cargo de las intrigas francesas. La Comuna, a pesar de sus excesos, preparó la República.
Y si la montaña del 68 acabó alumbrando a aquel Raminagrobis Pompidou, al menos tenía en la recámara al joven Rocard, al viejo Mendès y, a la vuelta de la esquina, a Mitterrand.
Lo que tenemos hoy no podría ser más distinto.
Los alborotadores gritan “Macron dimisión”.
El amigo de Zemmour y Patrick Buisson, el señor Mélenchon, grita “¡Disolución! Disolución!”.
Pero saben muy bien que, con el estado de fuerzas políticas que tenemos, vivimos una situación sin precedentes y que, Dios no lo quiera, si Macron cede ante los facciosos, la salida que queda solo puede ser una: la señora Le Pen, que tendría todas las de ganar en unas elecciones. Es ella quien, con toda probabilidad, llegaría a las puertas de la residencia de Matignon.
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Sé muy bien que hay quienes argumentan que es cosa de Macron y de su querencia por la disrupción a quien le debemos esta tesitura.
En primer lugar, eso no es cierto.
No es culpa suya que la izquierda se haya suicidado fusionándose con NUPES (Nueva Unión Popular Ecológica y Social).
Tampoco es culpa suya que la derecha republicana optara, después de Chirac y Sarkozy, por romper el cordón sanitario que marcaba sus distancias con la extrema derecha, un cordón que conseguía mantenerla con vida.
Pero, por encima de todo, el razonamiento es absurdo.
Porque, aunque fuera culpa suya, ¿desde cuándo los gobernados tienen que ahondar en los posibles errores de sus gobernantes?
Y si el pueblo es soberano, ¿acaso la preocupación por el bien común, es decir, la República, no es uno de los atributos de su soberanía? Sea cual sea la tendencia política de cada cual, ese es el reto de esta época.
O bien la derecha de la probidad aprovecha los cuatro años venideros para dejar claro lo que es y atenerse a sus principios.
La izquierda, deseosa de servir al pueblo y no de servirse de él, está elaborando un proyecto que le permita gobernar cuando le llegue el momento.
El presidente también se ha dado cuatro años para designar a un posible sucesor y, mientras tanto, para seguir con las reformas, ayudar a Ucrania y a los kurdos, mantener su posición en el panorama internacional y, al tiempo que alienta la invención de nuevas formas democráticas, recordar a la gente que, a menos que abandonemos por completo la democracia representativa y sus marcos, la calle no es el pueblo.
Y entonces, sí, se redescubrirá el espíritu de las leyes y el pueblo soberano, a la hora señalada, decidirá.
O bien sucederá todo lo contrario.
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Durante estos cuatro años, seguiremos abucheando, increpando, cortando cuando habla el jefe de Estado. Nuestro arte político se reduce a bloquear el país, a poner de rodillas a la sociedad, a humillar a nuestro primer ministro.
Como un disco rayado, se repiten las mismas sandeces: que si la “sordera” del poder cuando son en realidad los sindicatos los que deciden no dialogar… Que si la “crisis democrática” cuando lo que hace el Gobierno es agotar los recursos que le brindan las instituciones para llevar a cabo un acto político al que se ha comprometido… Que si “Júpiter, Júpiter” cuando el presidente tiene las agallas —cosa poco frecuente— de ir al encuentro de quienes, en ciertas manifestaciones, sueñan con decapitarlo…
Y, para fustigar la “violencia sistémica” de una “Policía que mata”, la referencia automática a una Liga de Derechos Humanos que, desde que eligió a Tariq Ramadan frente a Charlie Hebdo, ha perdido lo que le quedaba de credibilidad moral…
En resumen, el reino del odio por el odio, de la desolación por método y programa, la pura voluntad de la nada. Y, entonces, los vínculos sociales se desintegran; la amnesia, la estupidez, las teorías de la conspiración, los bulos, que llegan a las últimas consecuencias de su lógica; triunfo del partido que, desde el Hemiciclo, convoca a la gente en las rotondas y cuya mayoría de votantes, según un reciente sondeo del IFOP (Insituto Francés de Opinión Pública), ante la hipótesis de un tercer duelo Macron-Le Pen, optaría esta vez por la señora Le Pen, quien no solo está en condiciones de cruzar las puertas de Matignon, sino, con su ayuda, del Elíseo.
Afortunadamente, no hemos llegado a ese punto.
Nuestro pueblo, que ha visto el ejemplo de otros, aún puede deshacer este nudo.
Pero para ello debemos romper el encantamiento de esos pérfidos pastores que, como en la fábula de Rabelais, nos conducen directamente al abismo.
Ya va siendo hora.