Javier Caraballo-El Confidencial
- El colapso de la cúpula judicial solo puede ser beneficioso para el sistema democrático español si se eliminan del Consejo General del Poder Judicial las competencias que lo envenenan de interés político
Toda crisis económica tiene ventajas porque contribuye a depurar el sistema, de la misma forma que, institucionalmente, un ‘choque de trenes’ como el que se está produciendo en España entre poderes del Estado puede contribuir a una mejora sustancial de la calidad del sistema democrático. Quizá tendría que haberse llegado a esta situación límite, insólita e inédita en este casi medio siglo de democracia, para que los principales actores de este conflicto concluyan que la única solución para frenar y corregir este deterioro del poder judicial es la reformulación completa del Consejo General del Poder Judicial. Nada de parches, ni de nuevos pactos de conveniencia política, aunque incluyan una mayor participación de unas asociaciones judiciales que están igualmente condicionadas por su vinculación a los dos grandes partidos políticos, Partido Popular y PSOE.
El colapso de la cúpula judicial solo puede ser beneficioso para el sistema democrático español si se eliminan del Consejo General del Poder Judicial las competencias que lo envenenan de interés político y, a continuación, se limitan sus funciones a sus objetivos verdaderos: garantizar la independencia de jueces y magistrados en España y promover el desarrollo estructural de la Justicia para un mejor funcionamiento. Tal y como está configurado en la actualidad, el Consejo General del Poder Judicial es un órgano fallido y mal diseñado y solo la reestructuración completa, como veremos ahora, puede alejarlo del desprestigio institucional que arrastra por las crisis periódicas en que ha ido cayendo. Esta última caída tendría que ser mortal de necesidad.
En el ambiente de confrontación política que se vive en España, que es como una atmósfera espesa que lo tapa todo, ni siquiera parece existir cualquier valoración o alternativa al margen de los discursos belicosos de unos y otros, sobre todo de socialistas y populares. La sensación que se ofrece es que solo hay dos posiciones, enfrentadas, y que el único acuerdo posible es el acercamiento de esos dos bandos. Pero no es así; es más, ahí es donde surge el problema. Existe otra realidad y otra forma de afrontar este ‘choque de trenes’ que bien podría considerarse, dada su gravedad, como un ‘golpe de Estado’ institucional contra el poder judicial por parte del ‘poder político’, que se extiende al poder ejecutivo y al poder legislativo, como se apuntó aquí, cuando la máxima autoridad del poder judicial, el dimitido Carlos Lesmes, amenazó con renunciar al cargo, en presencia del jefe del Estado, el rey Felipe.
La persona que ha señalado el problema de fondo con más claridad y contundencia ha sido la vicepresidenta de la Comisión Europea encargada de Valores y Transparencia, Vera Jourová, en las dos ocasiones, la última en septiembre pasado, que ha visitado España este año, y ha mostrado su preocupación por el colapso del Poder Judicial. “Quien gana las elecciones, gana el poder político, pero no gana el poder académico, el poder de los medios de comunicación o el poder judicial”. Ahí se resume todo, esa debe ser la esencia de un sistema democrático; también ahí está reflejado el vicio acaparador y controlador de los partidos políticos en España. En efecto, en una democracia, las elecciones libres, la palabra del pueblo soberano, son el cimiento y la base sobre la que se construye todo lo demás, pero de ninguna forma otorga a los poderes ejecutivo y legislativo un plus de legitimidad o de prevalencia sobre el tercer poder del Estado, el poder judicial. Tampoco sobre otras instituciones sociales, como el mundo académico o el de los medios de comunicación. De la libertad de estos últimos depende también la calidad de un sistema democrático, pero sobre todo depende de la independencia del poder judicial. Es el equilibrio entre poderes del Estado, la principal garantía, el mayor escudo, que tiene una democracia para defenderse de tentaciones y abusos totalitarios.
Como se ha insistido en otras ocasiones, en los primeros años de la democracia, las Cortes Generales realizaron una interpretación interesada y sesgada de la Constitución (artículo 122) y, con la excusa de los jueces que venían del franquismo, se hizo recaer en el Congreso de los Diputados y en el Senado la elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial. Con 40 años de experiencia, este modelo ha demostrado sobradamente que el principal interés de los partidos políticos ha sido el control y la influencia en la elección de presidentes y magistrados del Tribunal Supremo, que es donde se resuelven los conflictos judiciales que afectan a las administraciones por el aforamiento de los cargos públicos. Nadie pudo expresarlo de una forma más zafia que el portavoz aquel del Partido Popular en el Senado, Ignacio Cosidó, cuando, al principio de este bloqueo judicial, en 2018, difundió por equivocación un mensaje de WhatsApp en el que desvelaba las intenciones de los suyos: “Con la negociación, el PP tiene nueve vocales más el presidente (10) y el PSOE tiene 11 [pero nosotros] controlamos la Sala Segunda desde detrás y presidimos la Sala 61”. Como se decía al principio, solo quitando la tentación de control de las distintas salas del Tribunal Supremo y de los tribunales superiores de las distintas comunidades autónomas se puede evitar la politización del Consejo General del Poder Judicial. (El Tribunal Constitucional es un asunto bien distinto porque, como es sabido, no forma parte del poder judicial).
Si muchos de esos nombramientos que ahora designa el Consejo General del Poder Judicial se resolvieran por el tradicional sistema de oposiciones y antigüedad, como en el resto de la carrera judicial, el interés de los partidos políticos desaparecería progresivamente. Y si se limitaran los aforamientos, como tantas veces se ha prometido, la despolitización se completaría de forma inmediata. Hasta las asociaciones judiciales se alejarían de su dependencia partidaria, que es algo que hoy no necesitan porque copan el 60% de los nombramientos de la cúpula judicial, aunque solo representan a un tercio de los jueces y magistrados. La enorme crisis institucional en que estamos instalados nos ofrece una oportunidad histórica para reformar un modelo fallido, viciado de origen y completamente desacreditado con el paso de los años. Pero ¿están dispuestos los partidos políticos a completar una reforma de esa naturaleza en el poder judicial, que equipararía el acuerdo a los alcanzados en plena Transición democrática, tras la muerte del dictador? Quien suscribe no tiene ninguna confianza en que salga adelante una reforma así, aun cuando sería muy necesaria para aumentar la calidad de la democracia española. No va a prosperar, no. Pero sería la única forma de obtener ventajas de la gravísima crisis institucional en que estamos.