ABC-JON JUARISTI
Ni siquiera los partidos aparentemente confesionales renuncian al relativismo práctico
FUE el pasado miércoles. Volvía de la universidad y me disponía a abrir la puerta de la calle cuando me abordaron dos adolescentes, chico y chica, ella con uniforme escolar. Preguntaron si no me molestaría contestar a un par de cuestiones, que en realidad fueron tres. Acepté y quisieron saber mi edad, que debe de ser la de sus abuelos. A continuación, la chica me soltó lo de Pilatos a Cristo: «¿Qué es la verdad?». Contesté: «Lo contrario de la mentira». Finalmente, y mientras su compañero me sacaba una foto con el móvil, inquirió: ¿Cree usted que la verdad es absoluta o relativa?», a lo que respondí: «Según…». Se despidieron muy educadamente y se alejaron bajo la llovizna.
Entré en mi casa y vi que amancillada de anciana habitación era despojos. Me sentía bastante irritado. ¿Quién encarga a unos escolares realizar encuestas de este tipo? Obviamente, no se me escapó el trasfondo religioso del asunto. Más que religioso, católico, pues la obsesión con el relativismo lleva la marca del catolicismo militante desde la época de Juan Pablo II. Entiendo que los profesores católicos (militantes), de Filosofía o de Religión, expliquen a sus alumnos la doctrina ortodoxa al respecto. Que es algo complicada: el 30 de marzo de 2006, ante los parlamentarios del Partido Popular Europeo, Benedicto XVI distinguía las «verdades de fe», que los católicos deben creer y defender en su acción política, de otras que no lo son pero que reciben «desde la fe una iluminación y una confirmación suplementaria». Supongo que un católico íntegro no tendrá inconveniente en dar por buenas «verdades» de este segundo orden, pero si ya es difícil articular una política sobre las «verdades de fe», nada digamos si se añaden a estas, como principios intocables, las beneficiadas por una «confirmación suplementaria». Benedicto XVI, teólogo avezado, reunía todas estas verdades, las de fe y las otras, en una sola «verdad de la persona humana», y afirmaba que los católicos (la Iglesia) están obligados a promoverlas «no por su carácter confesional, sino porque incumben a todas las personas, sin distinción religiosa».
Ahora pongámonos en el caso de unos chavales a los que se les explica esto en clase y se les encarga salir a la calle para ver lo que piensa la gente sobre el particular. Si te preguntan qué es la verdad, así, a puro huevo, contestarás cualquier cosa de sentido común. Por ejemplo, que lo verdadero es lo auténtico y lo original, frente a lo falso o lo plagiado, como ciertas tesis doctorales (aunque ni los chinos ni los socialistas estarían de acuerdo). Ahora bien, si luego te plantean lo de si la verdad es absoluta o relativa, los de mi edad apelaremos, como mucho, a la copla de Campoamor: «En este mundo traidor/ nada es verdad ni mentira:/ todo es según el color/ del cristal con que se mira». Lo que no te garantiza la salvación eterna, pero te sirve para moverte en una sociedad democrática, donde no hay verdades absolutas e indiscutibles más allá del respeto a la vida y a la libertad del individuo (por cierto, acabo de ver «Comandante Arian», un magnífico documental sobre las valerosas milicianas kurdas del VPJ que combaten contra el ISIS en Siria, y cuyo lema es «mujeres, vida y libertad», lo que es tener cuantas unas verdades claras, aunque sean yazidíes y no cristianas).
En la descristianizada Europa, ostentar la condición de católico practicante no es fácil, pero hacerlo enfrentándose al relativismo político es una batalla perdida. Ni siquiera los partidos que alardean de raíces en el humanismo cristiano o de identidad cultural católica están dispuestos a renunciar al relativismo (no ya al político: mucho menos al moral).