El Correo-JOSEBA ARREGI

No estaría de más que los europeístas biempensantes reflexionaran sobre su responsabilidad en el auge de los populismos y los nacionalismos

Días de Europa. Para cualquier comentarista biempensante, hora de cantar sus alabanzas y remachar la necesidad de más Europa para salir del atolladero en el que se encuentra. Los ingredientes de este discurso son conocidos. Los malos son los populistas, los euroescépticos. Los buenos, los que quieren más Europa, el fantasma es Bannon. El malo de fuera es Trump, que quiere destruir Europa. Los buenos son Macron, y Merkel –hasta ayer–, que desean más competencias y más actividad para el Parlamento europeo y limitar al máximo las funciones del Consejo de Jefes de Estado/de ministros, los elementos intergubernamentales y confederalizantes, para reforzar los elementos federalizantes y seguir avanzando en el hecho fundacional mismo.

Los buenos recurren a la voluntad de los ‘fundadores’ de la Europa unida: los Schumann, De Gasperi, Adenauer, Monet. Es verdad que Francia se opuso a la extensión del Plan Marshall a Alemania, lo que solo pudo hacerse escondiéndolo a la idea de Europa (Tony Judt). También que Francia negó dos veces la entrada a la Gran Bretaña que ahora quiere irse. Es cierto que Europa ha ido avanzando, aunque no de forma tan lineal como algunos quisieran, sino con muchas vacilaciones, con momentos de crisis, aprobando el Tratado de Maastricht con muchas dificultades. Todos tenemos en la retina la imagen de Mitterand y Kohl cogidos de la mano visitando lugares europeos desolados por las guerras. Pero también es verdad que el acuerdo franco-alemán para poner en marcha el euro escondía el chantaje de Mitterand a Kohl de no aprobar la reunificación alemana si no abandonaba el marco.

Los que hoy critican con tanta fuerza a los populistas agitaban a la gente contra las políticas de austeridad decididas por Europa –el famoso austericidio– ; los que criticaban a la canciller Merkel, luego tan alabada por su política de brazos abiertos a los emigrantes sirios y afganos, ahora la critican por hacerlo de forma unilateral y para conservar el difícil equilibrio en los Balcanes.

Recordemos que fueron Francia y Alemania –eje de la UE, según los más fervorosos europeístas– los que incumplieron las normas europeas de no superar el 3% de déficit presupuestario y el 60% de deuda total, y reclamaron su cambio, con las izquierdas en Europa aplaudiendo y proponiendo otras formas de cumplimiento. Los mismos países que ahora han pedido el cambio de la regulación para fusionar Siemens y Alstom y hacer frente al gigante chino. Y es Alemania la que, atendiendo a intereses internos, sigue adelante con el proyecto de Nordstrom II para acceder directamente al gas ruso en contra de los países del Este que estuvieron sometidos al imperio soviético y ahora pertenecen a la UE.

Los defensores de más Europa lo quieren para impulsar más normas sociales, más medidas medioambientales comunes, más capacidad para proteger los derechos fundamentales de la ciudadanía, más políticas compartidas de empleo, de protección social, de salud pública, de educación, de investigación, de energía, de transporte y de muchas más cosas. Uno se puede preguntar por qué desagüe se nos ha perdido el principio de subsidiariedad. Paralelamente a estas propuesta se escuchan otras para debilitar en España el poder central e ir profundizando el autogobierno de las comunidades autónomas. Algo muy del gusto de los nacionalistas: vaciar el Estado nacional para engordar los otros dos elementos, las autonomías y Europa, lejos de la madrastra España y ser acogidos en el regazo de una Europa más mítica que real en su historia y desarrollo.

Todo aquel que no comparta esta idea de Europa es un mal europeo, es de extrema derecha, populista y en último término fascista, aunque sepa dónde están Chernowitz (allí nació Paul Celan) y Bukowina, donde nació Moses Rosenkranz (no hay Europa sin la poesía de ambos). Aunque sepa que la Praga de Rilke y Kafka fue limpiada étnicamente en aplicación del principio de las nacionalidades del presidente Wilson tras los acuerdos de Versalles, al igual que lo fueron Viena y Budapest. Aunque comparta la idea de Ortega y Gasset de que antes era Europa que Italia, Francia, Polonia, España, Alemania, cristalizaciones posteriores sobre el fondo común de la cristiandad. Aunque conozca a Knut Hamsun, a Selma Lagerloff, a Joyce, a Sigfried Lenz, a Marguerite Duras, a Marguerite Yourcenar, a José Ángel Valente y a Fernando Pessoa, a Dante y a Italo Calvino, a Ivo Andriç y a tantos y tantos otros.

Pero todo aquel que recuerde la historia de Europa, el fracaso de la Constitución de Weimar y el ascenso nazi, sabe que en buena parte ello se debió a que los progresistas e izquierdistas creyeron que la Constitución era suya, dejando fuera de ella a los conservadores y centristas. Algo que ahora pudiera estar sucediendo al querer identificar la UE con una idea concreta de Europa, expulsando de ella a quienes no la comparten. Dicen de los populistas que fomentan el miedo al otro. Pero el miedo a los otros propios, a los que no comparten la idea socialdemócrata de Europa, está integrado en el discurso de más Europa. No estaría mal que los europeístas biempensantes dedicaran algo de tiempo a reflexionar cuál es su parte en el hecho innegable del auge de los nacionalismos y los populismos sin que en Europa tengamos que dejar de defender los derechos humanos, pero sin caer en lo que una joven mujer manifestó tras la gran manifestación de Berlín contra la derecha xenófoba alemana: yo he venido a defender que cada uno pueda hacer lo que le de la gana.

No es esa la Europa que algunos –probablemente pocos– queremos, pues no creemos que case bien con la tradición europea confundir tolerancia con indiferencia, con permiso dado por uno a sí mismo para poder vivir su subjetividad sin ningún tipo de limitación, el principio del fin de cualquier civilización.