Ignacio Camacho-ABC
El clamor de la agricultura española expresa el miedo a salir perdedora del proceso de transición digital y ecológica
Ojo a los tractores, al ruido que viene de la España campesina. Más allá del problema inmediato de los bajos precios, de la cadena de distribución, del salario mínimo o de las cargas económicas y fiscales de la producción agraria, en la protesta del campo está el germen de unos «chalecos amarillos» a la española. También en Francia el principal dolor de cabeza de Macron empezó con la subida de los impuestos al diésel. Y ese clamor que brota, aquí como allí, de las provincias profundas -es decir, de las zonas rurales amenazadas de despoblación y con déficit de infraestructuras-, no sólo puede engordar un populismo oportunista sino que expresa el malestar creciente de unos ciudadanos que se empiezan a
perfilar como los perdedores de la llamada transición ecológica, los paganos de los proyectos de reconversión que presiden la agenda de las nuevas autoridades de Europa.
Lo ha dicho en voz alta Borrell, que tiene trienios políticos y experiencia en la alta empresa energética, y se le ha echado encima la eurocracia bruselesa. El exministro, ahora cabeza de la diplomacia de la UE, ha hablado, como quien señala a un rey desnudo, del «síndrome Greta», de la emotividad de unas masas juveniles que promueven de buena fe una nueva conciencia contra la destrucción del planeta. Borrell se ha limitado a recordar una evidencia: que esos muchachos entusiastas de la flamante religión y de su profeta sueca quizá no sepan lo que les va a costar, en términos de bienestar propio, subvencionar el quebranto social que el Green Deal, el Pacto Verde, provocará en regiones de tradición industrial o minera. Esa inquietud existe, y no sólo en las cuencas alemanas, checas, polacas o asturleonesas, sino en un campo crujido por los aranceles, la pérdida de valor o incluso el impacto del cambio climático en las cosechas, y cuya población teme quedar marginada en el replanteamiento global de la economía europea.
El movimiento de los lazos verdes barrunta un serio conflicto. El de un tejido productivo que desconfía del progresismo urbanita, de los ecologistas de salón, de los teóricos del medioambientalismo, y siente recelo ante la posibilidad cierta de quedarse sin sitio en un modelo donde su modo de vida y de pensamiento está mal visto. Agricultores, cazadores, ganaderos, taurinos. En el balance global es probable que la revolución digital y renovable acabe creando más riqueza y más empleo pero con un equilibrio territorial y generacional distinto. Y el sector primario tiene motivos para verse en peligro y movilizarse en reclamación de daños y perjuicios. Es mucha gente para echarla en olvido.
Y además tienen miedo. Miedo al futuro y miedo a salir excluidos de los planes de un Gobierno que sólo atiende a los que arman jaleo. Ojo, pues, al clamor creciente e irritado de esos pueblos cuyos habitantes piensan, con razón, que los verdes de verdad son ellos.