JOSEBA ARREGI, EL CORREO 19/04/13
· Lo peor de esta crisis es el destrozo de los fundamentos de la política democrática que estamos llevando a cabo entre todos.
Uno de los argumentos más repetidos en los debates sobre la situación actual es la de que estamos sometidos a los intereses electorales de la canciller alemana Angela Merkel: porque quiere ganar las elecciones federales a celebrar en septiembre de este año, se aferra la exigencia de medidas de austeridad para no tener que aprobar más aportaciones financieras de Alemania a los rescates de los países necesitados de la Unión Europea (UE) y no provocar la rebelión de sus conciudadanos.
Es probable que este argumento contenga una buena dosis de verdad, aunque olvida que la definición de políticas en función de las elecciones no es una especialidad exclusivamente alemana. ¿O es que la decisión de la Junta de Andalucía de expropiar el uso de las viviendas en las que habitan personas en riesgo de desahucio a bancos e inmobiliarias no tiene nada que ver con las malas expectativas electorales del PSOE a pesar del gran desgaste del PP que gobierna en España? ¿Y la decisión del PSOE nacional de hacer suyo el decreto expropiatorio de la Junta de Andalucía, y de hacer suya la iniciativa legislativa popular de los antidesahucios no tiene nada de electoral?
Más bien da la impresión de que se trata de decisiones tomadas de prisa y corriendo dada la incapacidad de aprovechar el desgaste que la crisis y la política de recortes aplicada por el Gobierno provoca en las expectativas de voto del PP. Parece que lo único que anima este tipo de decisiones políticas es la intención de demostrar que se piensa, se dice y se quiere actuar exactamente a como lo exigen los indignados, los que se movilizan bajo el lema ‘stop desahucios’, la calle, los que más vociferan, aquellos que a falta de clases revolucionarias parecen ser los estandartes de una movilización popular que cabalga sobre principios puros de justicia contra la injusticia de la que siempre son responsables los demás.
Uno recuerda todavía cuando, tras brutales asesinatos de niños y de adolescentes sus familiares reclamaban endurecimiento de las penas previstas en el código penal, desde distintas instancias políticas y sociales se exigía no legislar en caliente, tomar cierta distancia temporal de los hechos para actuar con responsabilidad. ¿Dónde se ha escondido esa responsabilidad ahora?
Uno creía que los partidos políticos y los líderes políticos tenían la función de liderar, de dirigir a la sociedad, por supuesto en su nombre, de decirle la verdad por muy dura que fuera, de no dejarse llevar por los acontecimientos. Pero uno estaba, al parecer, radicalmente equivocado. Lo que exige la democracia no es responsabilidad, no es buscar el equilibrio entre distintos derechos, no es la búsqueda difícil del equilibrio entre distintos bienes. No. Lo que exige la democracia, al parecer, es correr tras el pueblo –o lo que pasa por ser el pueblo–, satisfacer las demandas de cada momento, dejar de lado el análisis de las consecuencias no previstas de las decisiones políticas, repetir lo que dicen las masas, ser eco de la calle, no pensar, no analizar, no asumir responsabilidad propia –aun a riesgo de equivocarse–, no decidir con criterio propio –algo que ha dejado de existir totalmente por lo que parece–, sino dejarse llevar por los que más gritan, por los que más se mueven, aunque actuando así en el futuro haya más personas que sufran, que se encuentren en peor situación que hoy, aunque mañana la situación empeore y no haya nadie a quien se pueda pedir cuentas, pues todos han sido Fuenteovejuna.
El Gobierno se siente obligado a repetir incansablemente que no subirá los impuestos, se resiste a cumplir con la exigencia de aplicar más rápidamente el retraso de la edad de jubilación, pide más tiempo para conseguir equilibrar las cuentas públicas para no pisar más el callo de los ciudadanos, y le cuesta hacer cumplir las sentencias, es decir la ley interpretada y sentenciada por los tribunales. La oposición corre calle arriba-calle abajo tras las masas de protestantes para asumir sus eslóganes. Todos buscan culpables, antes en casa, ahora fuera, pero siempre los otros, culpables encarnados por una alemana protestante, austera, electoralista, rica y que desprecia el sufrimiento de los pobres del sur.
En este atmósfera de irreflexión, de seguidismo, de demagogia y populismo, de irresponsabilidad van quedado en la cuneta el raciocinio, el esfuerzo por intentar pensar en las consecuencias futuras, la necesidad de preservar la ley, la libertad de los demás, el valor de las instituciones representativas. Todo ello se sustituye por el mayor engaño de las sociedades modernas, engaño en el que, según la acusación válida hasta el momento, sólo caían los políticos: las encuestas continuas a los ciudadanos sobre lo que los medios les venden para evitar su propia quiebra.
¿Qué significa que para los ciudadanos españoles el segundo problema más importante es la corrupción si los susodichos ciudadanos se desayunan con la corrupción, comen con la corrupción sobre la mesa, meriendan corrupción, cenan más de lo mismo y se acuestan con la señora o el señor corrupción? Nada en absoluto. Lo sorprendente sería lo contrario. Aunque parte o mucho de ello no se sustancie en los tribunales: peor aún, porque entonces es la Justicia la que está corrompida.
Lo peor de esta crisis es el destrozo de los fundamentos de la política democrática que estamos llevando a cabo entre todos. Mucho peor que los aspectos económicos, financieros y sociales. La ecuación que destroza cualquier sistema político –convertir los deseos en necesidades, las necesidades en derechos, y los derechos en derechos humanos para que no puedan ser criticados– ha sido elevada a los altares. La peor inflación, una ante la que no existen defensas, convertida en himno obligatorio. ¡Qué vergüenza!
JOSEBA ARREGI, EL CORREO 19/04/13