- Cuando la cosa se pone fea y el hermano artista es procesado, su coleguilla se hace aforar. Y al artista se le abre la oportunidad de que su propio procedimiento pueda ser arrastrado fuera de la jurisdicción de la juez que lo anda molestando
Antes de cristalizar como vahído, mareo, pérdida de sentido o desvanecimiento, el vocablo «vértigo» —de preferencia sin la tilde, para preservar su ortografía en latín—, fue por diversas lenguas usado, a partir del siglo XV, como sinónimo de «capricho o fantasía». Así lo registra la cuarta edición (1746) del Diccionario de la Academia Francesa. Sirva de ejemplo ilustre la composición para clavecín en la que, con ese título, deja Joseph-Nicolas-Pancrace Royer a la posteridad una de las piezas más frenéticas que sobre un teclado hayan sido ejecutadas nunca. «Capricho» que sólo cobra su pleno significado cuando uno considera lo que dice el latín «vertigo»: movimiento de rotación, círculo o vórtice; retorno al punto de partida, a través del aparente caos geométrico de las engañosas variaciones, bajo las cuales la trama de la composición avanza con la determinación de un cronómetro suizo.
Juzgo poco probable —tal vez soy injusto— que el ilustre don Pedro Sánchez Pérez-Castejón esté plagiando en política el modelo Royer. Juzgo más verosímil —seguro que soy injusto— que Royer pueda sonarle a nombre de pívot neozelandés de baloncesto en aquellos —para él y para nosotros— más felices tiempos de antes de la política. Pero, cada vez más, en la medida secuencia de los pasajes manicomiales que vienen esmaltando su cuando menos pintoresca presidencia, me gana la sospecha de verme arrastrado por ese vórtice en cuya aceleración uno no sabe ya si vomitar o perder por completo la consciencia y abandonarse a otro universo, menos preñados de frenesí en cada uno de sus átomos. Porque nadie, absolutamente nadie, puede vivir en la enfatización permanente: allá donde, de la realidad, apenas queda el vago recuerdo de que hubo mundos en los cuales uno podía entender alguna que otra cosa de lo que iba sucediendo.
Ahora no. Recapitulemos.
Un presidente del gobierno sin mayoría suficiente. Y que gobierna. Y que para ello cede a los diputados golpistas la unidad de un país a cuya trituración ellos proceden con envidiable franqueza. Una esposa de presidente de gobierno que, sin título siquiera de licenciada, es alzada por mágica asunción a las alturas de una cátedra extraordinaria en la Universidad Complutense. Y que acaba imputada judicialmente por ni se sabe ya cuántas y cuán beneficiosas irregularidades administrativas a la sombra de su ilustre marido. Un ministro de la más directa confianza del tal ilustre que se gasta el dinero público en prostitutas con plaza fija, que recibe en el aeropuerto de Barajas a una delincuente política con la entrada prohibida en toda Europa, y que facilita la volatilización de sus tan pesadas cuanto enigmáticas maletas en la niebla de la noche madrileña. Un hermano de presidente del gobierno enternecedoramente artista. Sin currículum, pero artista. Será por currículum, oiga, ¡qué tontería! Al hermano músico se lo trae hasta el conservatorio de Badajoz un coleguilla con mando en plaza socialista. Cuando la cosa se pone fea y el hermano artista es procesado, su coleguilla se hace aforar. Y al artista se le abre la oportunidad de que su propio procedimiento pueda ser arrastrado fuera de la jurisdicción de la juez que lo anda molestando. Y como los jueces parecen estar siendo inexplicablemente desconsiderados, Sánchez Pérez-Castejón, en arrebato filosófico encomiable, emprende la «deconstrucción» de la magistratura.
¿No dijo, hace tanto ya, Guerra que «Montesquieu había muerto»? Pues enterrémoslo. Quitemos a los jueces la instrucción de los procedimientos. Cedámoslos a los fiscales que «¿de quién dependen, eh, de quién dependen?, pues ya está». Nombremos a dedo, por «quinto turno», magistrado a quien mejor nos pete. ¿Sobre quién más que sobre el Jefe puede asentarse una justicia verdaderamente progresista? ¿Hay algún fiscal borde que se resista a la disciplina? Mandémosle a la Dama de las Cloacas para que le filme un vídeo guarro: esas cosas funcionan siempre. ¿La UCO pretende seguir investigando? Pongámosla bajo exclusiva disciplina del fiscal general: ¿quién mejor que un imputado para apañar imputaciones? Y avisemos solemnemente de que la Guardia Civil anda tratando de poner bombas-lapa en los bajos del presidencial coche blindado…
¿Vértigo, dicen ustedes? ¿Mareo ante el cúmulo de delitos, sandeces y demencias? Desconfíen. O no. Tomen «vértigo» —o mejor «vertigo», sin tilde— en su literalidad latina: movimiento de rotación completa; a través de todos los diseñados caos aparentes, vuelta al punto de inicio; círculo que resuelve el desorden fingido en un nuevo amanecer del Jefe. Y a nosotros, que nos parta un rayo. O un mareo. Siempre nos quedará el consuelo de seguir escuchando, a todo volumen, la matemática locura de Joseph-Nicolas-Pancrace Royer: 5 minutos y un segundo de engañoso caos. Vertigo. Capricho.