Miquel Escudero-El Correo

Dentro de una semana hará medio siglo de la muerte de Franco y de que dejara de ser el jefe del Estado, tras cuarenta años de dictadura iniciada con una guerra civil y un golpe de Estado. Quienes vivimos su última fase, aunque no la despiadada represión de sus primeros años, no podemos olvidar el descrédito que su figura y su régimen supusieron para España y la cultura española. Nos dejó acomplejados y con una autoestima colectiva muy baja. De inmediato, se identificó con España, de modo que él y ella eran la misma cosa. Y a quien pensara o dijera lo contrario se le hacía pertenecer a la anti-España. Una locura, una salvajada, que aún seguimos pagando a un precio carísimo. En primer lugar, el de la confusión y el error.

La oposición antifranquista brindó y cerró filas con ETA cuando asesinó a Carrero Blanco (y a otras dos personas). Aún no podían saber que sería el principal enemigo de la democracia española: el 95% de los asesinatos de ETA se cometieron una vez muerto Franco, así como el 99% de los heridos que provocó.

Los españoles nos olvidamos de que lo éramos y de que teníamos unos referentes culturales de primer orden que permiten desarrollos interesantes y ricos. Demos algunos nombres: Jorge Guillén, Pedro Salinas, Juan Ramón Jiménez, Alberti, Azorín, Pío Baroja, Valle-Inclán, Rosa Chacel, Dalí, Picasso, Machado, Marañón, Julio Camba, Chaves Nogales, Gómez de la Serna, Buñuel, Unamuno, Ortega.

Por esto, mi primer pensamiento ante su sombra es: «Lagarto, lagarto. Vete de una vez y déjanos en paz»; al revés que el Gobierno de Sánchez, que se recrea con el miedo para repetir como Joe Rigoli: «Yo… sigo», indefinidamente.