Ignacio Camacho-ABC
- La falta de respeto a las reglas adultera una operación que nace torcida por carecer de transparencia y de garantías
El Gobierno, éste y cualquiera, tiene derecho a cambiar de criterio en política exterior, aunque el buen sentido y la tradición institucional aconsejen hacerlo por consenso. No lo tiene, sin embargo, a tomar una decisión de esa relevancia no ya sin el acuerdo sino sin el conocimiento del Congreso. El viraje de la posición española sobre el Sahara no es un asunto que quepa expedir, como es costumbre en este mandato, por decreto. No vale una simple carta enviada por el presidente al Rey de Marruecos -al que se supone que en nombre de España debería dirigirse Felipe VI- sin informar siquiera a sus socios de Gabinete ni mucho menos al jefe de la oposición ni al resto de los miembros del Parlamento, representantes de la soberanía que Sánchez se ha permitido arrogarse sin respeto a las más elementales reglas de juego y sin la deliberación exigible cuando está la integridad territorial por medio.
Este grave incumplimiento formal afecta al fondo de una iniciativa que por razonable que pueda ser, y eso habría que discutirlo, nace torcida. Suponiendo que la pirueta diplomática obedezca a una negociación para despejar la reclamación marroquí sobre Canarias, Ceuta y Melilla, como sostienen los portavoces de Moncloa a falta de que su líder se digne ofrecer una explicación mínima, la opacidad de la operación sugiere una flagrante inexistencia de garantías. La única noticia conocida -a través de una sorprendente revelación parcial del entorno del monarca marroquí- no hace referencia a ninguna clase de contrapartida, que en todo caso tendría que quedar registrada en un tratado de cláusulas escritas porque fiarse de una promesa verbal sobre materia tan delicada constituiría una ingenuidad superlativa. Y sucede que un compromiso de esa naturaleza tiene que pasar forzosamente por la Cámara legislativa tal como la Constitución indica. De modo que volvemos al principio: todo el proceso está viciado de salida. Carece de los requisitos imprescindibles en una democracia que se valore a sí misma.
Es posible que alguna vez España tenga que dar el paso de admitir lo que es una realidad ‘de facto’ y desligarse de un proyecto de autodeterminación que el tiempo y las circunstancias geoestratégicas tal vez hayan desfasado. Pero ese volantazo pragmático, si llega, ha de brotar de un debate transparente y reglado, no de un tejemaneje de contactos semiclandestinos o de gestiones extraoficiales a cencerros tapados. Sánchez se ha atribuido -y no es la primera vez- funciones propias de un régimen autárquico en el que los gobernantes deciden por su cuenta sobre cuestiones de Estado. Y no contento con ello ha envuelto la maniobra en la habitual nebulosa de ocultaciones, evasivas y engaños. Si esconde algo es porque sabe que no nos va a gustar cuando lo sepamos. Pero lo acabaremos sabiendo tarde o temprano, quizá por terceros, y más vale que no haya que lamentarlo.