Jon-Mirena Landa-El Correo
La imposición de una asimetría en el tratamiento de casos como el de ‘Txiki’ y Otaegi lastra la legitimidad de esas políticas públicas
Catedrático de Derecho Penal y director de la Cátedra Unesco de Derechos Humanos y Poderes Públicos (EHU/UPV)
Desde que el director de Gogora se posicionó en el debate abierto sobre ‘Txiki’ y Otaegi (miembros de ETA ejecutados por aplicación de la pena de muerte al final de la dictadura franquista) con consideraciones críticas y restrictivas respecto de su estatus de víctima, se ha desatado una agria polémica sobre el tratamiento y los derechos de las personas que han sido objeto de graves delitos cometidos desde aparatos del Estado y que, al mismo tiempo, se han visto incursos en acciones criminales como perpetradores.
Cualquier delito grave contra la vida o la integridad deja una víctima y el mecanismo normal de responsabilización atiende al hecho cometido para después fijar las consecuencias. La condición de víctima nace de que se ha infligido un ataque intolerable e injusto contra la vida o la integridad y ello exige que se identifique al autor, se imponga una pena proporcional y se reconozca y repare a la víctima. Este mecanismo no atiende a la ‘conducción de vida’ de la víctima; no es relevante si la víctima es ‘buena’ o ‘mala’; no interesa si es ‘ejemplar’ o no. Porque no juzgamos a la víctima sino a quien cometió el delito en concreto y, además, juzgamos qué hizo, no quién era. Es lo que se llama derecho penal del hecho, propio de las democracias, frente al derecho penal de autor de impronta totalitaria.
Hasta aquí parece que pisamos terreno firme. ¿Por qué esto debe ser distinto en algunos casos de violencia política? ¿Acaso porque nos interesa más el relato y la narrativa política que la persona que fue objeto de victimización?
La categoría víctima-victimario ya se ensayó y teorizó el siglo pasado por la criminología, que acabó por rechazarla de plano por sus efectos corrosivos y discriminatorios en el tratamiento de las víctimas. Se hablaba de víctimas «propiciatorias» relativizando la responsabilidad de los autores. Si se ha torturado o matado a alguien en comisaría o si se le ha hecho desaparecer, lo principal es atender a esa víctima, fuera quien fuera, haya tenido la conducción de vida que haya tenido.
Pero no ha sido este el caso de las víctimas del Estado: está pendiente. Desde que se aprobaron las leyes de víctimas del terrorismo y las de reforma penal y penitenciaria del terrorismo a inicios de los 2000 se utilizó, a modo de cortafuegos, esta categoría de víctima-victimario para evitar reconocer a esas ‘víctimas de segunda’. Interesaba hacer desaparecer una realidad que sigue en gran medida oculta y sin atender al día de hoy. Se impuso una asimetría en el tratamiento de las víctimas que lastra la legitimidad de esas políticas públicas.
Y ese dato es la clave: no es lo mismo debatir sobre qué hacer con las ‘víctimas victimario’ una vez que han sido reconocidos plenamente sus derechos que cuando eso todavía está pendiente. No es lo mismo el debate de detalle sobre qué es reconocimiento (derecho universal para todas las víctimas) y qué homenaje (susceptible de restricción a círculos de víctimas más reducidos) cuando ya se ha recorrido todo el camino de satisfacción de derechos, que cuando apenas se ha iniciado. Porque al no saber qué pasó por faltar intervención judicial solvente ¿quién identifica con autoridad, sin sectarismo y ecuanimidad quién es tal víctima y sus circunstancias?
Los debates muestran las diferencias de relato y la ausencia de garantías. Instituciones como Gogora o el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo no cumplen con los Principios de París de la ONU que establecen a nivel internacional las garantías de independencia y neutralidad imprescindibles para abordar graves violaciones de los derechos humanos. Una verdadera comisión de la verdad sigue siendo la gran asignatura pendiente. Y sin esa verdad la prioridad debe ser la reivindicación de la existencia, negada, de las víctimas del Estado. Y ello debe traducirse en la maximización del ámbito de libertad de expresión para las víctimas y sus entornos que legítimamente reivindican ese reconocimiento. Con otras palabras, mientras no se reconozcan con mayúsculas a las víctimas del Estado y se satisfagan sus derechos básicos, el binomio ‘reconocimiento versus homenaje’ debe ser plenamente deferente con esas víctimas. Porque ¿cómo diferenciamos la demanda legítima de reconocimiento del homenaje en el foro público cuando año tras año llegan las fechas de la muerte negada, tergiversada y ocultada? El Estado que mató y ocultó esos delitos impunemente no puede desentenderse de su pasado y ‘pasar la página sin leerla’ para saltar precipitadamente a la memoria como escenario final en el que prescribir restrictivamente la actuación de ‘sus’ víctimas. Es el precio que la política pública y las instituciones deben pagar para rehabilitar la credibilidad de su actuación en un terreno en el que objetivamente heredan la responsabilidad de actuar.