El tratamiento específico de los derechos conculcados por el terrorismo etarra a los miembros de la Guardia Civil, la Policía Nacional y sus familiares constituye en sí mismo un acto de justicia, a iniciativa de la consejera Beatriz Artolazabal y del viceconsejero José Antonio Rodríguez Ranz. El informe elaborado por el Instituto Arrupe, que el Gobierno vasco ha hecho suyo comprometiéndose a poner en práctica las recomendaciones de los expertos, constituye una guía ineludible para que la sociedad en su conjunto eche la vista atrás admitiendo que el «aislamiento social» al que fueron sometidos revela una responsabilidad colectiva. Para ello el informe, en su rigor pedagógico, tiene el acierto de identificar los derechos violentados. El derecho a la vida, a la integridad física y moral, a la libertad y seguridad, a la circulación y a la libertad de residencia, a la educación, al libre desarrollo de la personalidad y a la dignidad de las personas. Hasta los integrantes de ‘las fuerzas de ocupación’ eran acreedores de todos esos derechos. Solo hace falta que lo asumamos todos los vascos sin excepción.
El aislamiento social que sufrieron revela una responsabilidad colectiva
El problema es que será difícil realzar «la labor que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado han realizado en la lucha contra ETA, en su derrota y en evitar atentados que habrían supuesto un incremento en el número de víctimas» mientras siga abierto el proceso de «valoración para el reconocimiento y reparación» de las víctimas policiales entre 1978 y 1999, por iniciativa también del Gobierno vasco. Será difícil hacer patente el reconocimiento institucional y público de esa labor, entre otras, mientras persista un universo simbólico -y no solo en la izquierda abertzale- que presenta a guardias civiles y policías como encarnación de la injusticia franquista que legitimaría en origen el terror. Frente a la descripción de un conflicto único y equívoco, que acabaría explicando el uso de una violencia frente a otra u otras, el Gobierno vasco ha parcelado la aproximación a la injusticia extrema atendiendo acertadamente a la personalidad de las víctimas. Lo que en última instancia nos invita a fijarnos en la intención o en la pulsión de los victimarios.
ETA instauró una dictadura que acusaba, sentenciaba y ejecutaba en un mismo acto. Sin posibilidades de defensa o recurso ante una instancia superior. Hace algo más de diez años que suspendió las ejecuciones. Pero las acusaciones y sentencias de culpabilidad siguen vigentes contra aquellos que el Gobierno vasco reconoció ayer como víctimas singulares. Y no solo sobre los funcionarios y familiares asesinados -357 entre 1960 y 2011- o heridos -711-. Pesan sobre todos los uniformados al servicio del Estado, pasados y presentes.