Antonio Elorza, EL CORREO, 16/8/12
La comprensión de la barbarie desde la aparente distancia ha sido un factor de primera importancia para consagrar la degradación del status de las víctimas del terrorismo en Euskadi
La principal preocupación del que agrede a otra persona, causándole un grave daño, incluso la muerte, consiste en despojar a la víctima de su condición de tal, simulando que el daño fue producto de una situación de conflicto, cuando no de provocación por parte de quien sufriera el daño. A veces con notable éxito. Son conocidas las sentencias sobre violadores donde figuran como circunstancias atenuantes el vestido ligero de la mujer atacada o su amabilidad en el trato hacia el futuro delincuente antes de producir éste su acto criminal. Incluso en infracciones menores, como la del simpático asesor bildutarra de San Sebastián que lanza contra los festivos abanderados vasco-españoles el grito de «¡gora ETA militar!», la versión inmediata de sus correligionarios consistió en declararle víctima de una provocación. ¿No equivale a una declaración de guerra pasearse por el corazón de Euskal Herria con la bandera del Estado opresor?, ¿no debe ser corregido a palos el profanador al modo de Getxo? La causa vasca es sagrada; lo menos que puede hacer el enemigo es ocultar su infamia.Lo peor es que semejante modo de ver las cosas, propio del radicalismo abertzale, del salafismo y de tantos otros totalismos, totalitarismos horizontales, es en buena parte compartido por quienes se autodefinen como demócratas, según pudo apreciarse en comentarios de esos incidentes por la prensa nacionalista democrática, o en el visto bueno a las agresiones contra la libertad de expresión por parte de ministros islamistas supuestamente demócratas en Túnez, si queremos un ejemplo reciente de la misma naturaleza. De hecho esa comprensión de la barbarie desde la aparente distancia ha sido un factor de primera importancia para consagrar la degradación del status de las víctimas del terrorismo en Euskadi.
A ello se une el recurso a la amalgama, esto es, a reunir bajo un común denominador circunstancias negativas, pero de contenido totalmente dispar, de manera que el campo de los agresores o de sus simpatizantes y allegados es reconducido al espacio reservado a las víctimas. Sin etiqueta explícitamente nacionalista, lo muestran inmejorablemente dos episodios enlazados del viejo documental ‘La pelota vasca’, poniendo en el mismo plano a la viuda del ertzaina asesinado por ETA y a la mujer obligada a cruzar España para ver a su marido etarra en la cárcel. Ilustraciones del sufrimiento, solo que de naturaleza radicalmente distinta. No son situaciones asimilables, y plantear, aun de modo implícito, su asimilación, supone un fraude, convertido eso sí en pilar de la propaganda abertzale. De un lado se encuentran las víctimas; de otro, quienes las producen, consciente, los victimarios, y si esta palabreja no gusta, los agresores, y en caso de atentados mortales, los asesinos… En sentido estricto, son víctimas quienes sufren un grave daño, incluso la muerte, producido por una causa natural o por la acción consciente de un agresor (E. Baca). Un colectivo, pues, delimitado, lo cual no excluye un segundo círculo que llamaríamos de víctimas colaterales, familiares, amigos íntimos, sobre quienes repercute el daño producido a la víctima propiamente dicha. A veces de manera insuperable. En general, las asociaciones de víctimas pertenecen a este segundo círculo, en torno al cual debe ser considerado un tercero, compuesto por quienes pudieron ser consideradas víctimas potenciales, bien al haber sido amenazados o por estar incluidos en las categorías contra las cuales actúa el terror. Resulta traumático vivir años bajo protección policial o esperando que en cualquier momento un descerebrado acabe contigo.
Por fin, en un círculo exterior, toda la sociedad recibe el impacto del terrorismo, con distintos efectos, todos nocivos, desde el miedo a ejercer la libertad al fenómeno, bien conocido bajo el nazismo, de apuntarse al discurso del terror con tal de evitar riesgos; a veces incurriendo en la perversión moral (unos aprobando atentados de ETA, otros, como en su día muchos personajes por encima de toda sospecha, defendiendo los GAL).
Frente a las víctimas se encuentran los victimarios. Entre nosotros, su intención consiste en forzar la amalgama, diluyendo la singularidad de las producidas por ETA, para imponer en cambio su propio relato, orientado por una parte a convertir la derrota de ETA en un acto de generosidad democrática, y por otra a presentarse –emblema los presos– como las verdaderas víctimas. Ello entronca con el legado sabiniano, siempre vivo bajo la superficie, con Euskadi como patria (madre) víctima de la acción criminal del enemigo, España.
La cohesión de los tres círculos concéntricos –ejecutores, sujeto orgánico del terror, base sociopolítica activa del mismo– está como ideología por encima del trasvase de la ‘lucha armada’ a la política. La religión política del odio sigue vigente: no cabe esperar arrepentimientos efectivos. Además, si bien el nacionalismo democrático recusó los medios de ETA, siempre mantuvo el cordón umbilical en los objetivos políticos y la actitud de rechazo hacia el enemigo (Ley de Partidos incluida). Según me explicó una dama nacionalista, en plena ofensiva de ETA, «me apena lo que les va a pasar», «pero hacen ustedes mucho daño a Euskadi». Salvo excepciones, sancionó el aislamiento de las víctimas, en nombre del ‘conflicto’ con el Estado español, inscrito en su mentalidad. El relato de los victimarios se vio así reforzado y la hegemonía abertzale, sabiniana, consagrada. No fue la sociedad vasca quien venció a ETA, sino el Estado de derecho, más Francia, sin mediadores internacionales. Otra cosa es que una mayoría de los vascos rechazasen ‘la violencia’ en las encuestas. Pero ‘el pueblo vasco’ no lo hizo y en las próximas elecciones se podrá constatar el rechazo a un relato verídico, incompatible con la hegemonía lograda por las dos cabezas del Jano nacionalista.
Antonio Elorza, EL CORREO, 16/8/12