Jesús Casquete, EL PAÍS, 10/2/12
El relato de la memoria tiene que distinguir entre los causantes de la violencia y los que la sufrieron
Berlín, octubre de 1932. En el clima guerracivilista que reina en vísperas del acceso de Hitler al poder, la lucha por la calle a muerte entre nacionalsocialistas por un lado, e izquierdas varias por otro lado, se cobra una nueva víctima. Se trata de Richard Harwik, miembro de las SA. En su camino se había cruzado un comunista. Los dos se enzarzaron en una discusión envenenada por el alcohol. Uno grita “¡Heil Hitler!”, el otro ¡Heil Moscú!. El primero recurre a su bicicleta como ariete, a lo que el segundo replica con un puñetazo que dio con el nazi en el suelo, con tan mala fortuna que se golpeó mortalmente en la caída. En su oración fúnebre, Goebbels estilizó su muerte como muestra suprema de sacrificio. Silenció, porque no se ajustaba al patrón heroico, que Harwik era cualquier cosa menos un modelo a seguir. Había sido condenado a prisión por robo y agresión grave; se alistó en la I Guerra Mundial con papeles falsos, para acto seguido desertar. Datos menores. Goebbels ya tenía decidido que era carne de gloria y que merecía un puesto de honor en el panteón martirial nazi.
Este cruce con la historia alemana presenta algunas enseñanzas interesantes al hilo de la batalla política que se acaba de inaugurar en Euskadi tras el cese definitivo del terrorismo de ETA. No porque el nazismo y el terrorismo etarra sean fenómenos asimilables en todos sus extremos. El primero sacralizó la raza y expulsó del ámbito de obligación moral de la comunidad a grupos sociales enteros, como los judíos; el nacionalismo radical vasco quintaesenciado en ETA nunca ha presentado aristas racistas y ha asesinado según el método muestral, escogiendo a sus víctimas por quiénes eran, pero también por lo que representaban en tanto que piezas de un Estado “opresor” (miembros de fuerzas de seguridad, jueces, etc.).
No son diferencias baladíes. Sin embargo, al menos en un aspecto se tocan: ambos movimientos han rodeado sus dogmas respectivos con un despliegue litúrgico que sitúa en primer plano a los caídos por la causa. Sin la manipulación de la sangre derramada en el altar de la patria y su capacidad para movilizar emociones entre la población, ni los primeros habrían llegado a detentar el poder, ni los segundos habrían sido capaces de preservar durante décadas un considerable colchón social de apoyo que ha coadyuvado decisivamente a la persistencia del terrorismo.
Se ha abierto un tiempo nuevo. A partir de ahora la batalla se librará, se está librando ya, por ocupar el relato, es decir, por delimitar y rellenar eso que nos contaremos a nosotros mismos y a las generaciones futuras para explicar qué alimentó la violencia política en el País Vasco y Navarra. En el centro de esa narrativa figurará quién contará como víctima y quién como victimario. El nacionalismo radical, secundado por sus nuevos compañeros de viaje de EA y Alternatiba, ha empezado su particular ceremonia de la confusión al referirse a 1.200 “víctimas de la violencia de los Estados”. Si damos por buena la cifra de 857 personas asesinadas por ETA que se recoge en el libro Vidas rotas, y añadimos los 225 miembros de ETA fallecidos en circunstancias diversas que a fecha de marzo de 2009 cuentan con un roble en el “bosque de losgudaris” de Aritxulegi y son exaltados como tales, tendremos despejada gran parte de la incógnita de qué se esconde tras esa cifra.
Ahora bien: conviene no pasar por alto imposturas de digestión imposible. Detrás de esos 225 gudaris que conforman el arsenal épico del nacionalismo radical hay víctimas, victimarios y también quienes no encajan fácilmente en ninguna de las dos categorías. En el listado de gudaris figuran miembros de ETA víctimas de organizaciones terroristas, auspiciadas o no desde despachos oficiales, que deberán servir a la sociedad de recordatorio de que, en la lucha contra el terrorismo, los atajos que se desvíen del marco impuesto por el Estado de Derecho son repugnantes en términos morales, además de contraproducentes en la práctica. Su inclusión en el relato de la memoria en curso resulta legítima e imprescindible. Ahora bien: intentar colar de matute casos de etarras fallecidos durante la comisión de actos terroristas resulta un escarnio y una afrenta mayúscula a la memoria de las víctimas, de todas las víctimas. En fin, hay etarras glorificados comogudaris que no encajan en ninguno de los grupos anteriores. Algunos de ellos fallecieron de forma natural, por accidente o se suicidaron; pero también los hay que murieron en circunstancias oscuras bajo custodia de fuerzas policiales. Cuando de preservar la memoria se trata, no todos deberían figurar en el mismo saco.
En el relato a forjar habrá que discriminar claramente entre agentes causantes y sujetos pacientes del terrorismo, entre víctimas y asesinos. De la depuración de ambas categorías pende nuestra memoria compartida y, con ella, la justicia.
Por cierto: 225 es la cifra que el nacionalsocialismo recogía en su listado oficial de “testigos de sangre” hasta marzo de 1933, un mes después de que se abriese el episodio más ignominioso de la historia contemporánea.
Jesús Casquete es profesor de Movimientos Sociales en la Universidad del País Vasco. Es autor de «En el nombre de Euskal Herria».
Jesús Casquete, EL PAÍS, 10/2/12