FERNANDO VALLESPÍN-El País
- Definamos qué es lo común y en qué desea diferenciarse cada comunidad autónoma. También necesitamos partidos con sentido de Estado, no reducidos a la gestión de sus propios intereses
Nuestros conflictos territoriales se montaban sobre un eje bastante nítido, ese que distinguía a los así llamados nacionalismos periféricos del resto. La novedad es que el “resto” ya no es un todo indiferenciado. La gestión regional de la pandemia ha provocado que las Comunidades Autónomas (CC AA) no adscritas a alguna nacionalidad histórica hayan alcanzado su mayoría de edad, ya no van a dejarse tutelar con tanta facilidad desde el centro. Más leña al fuego de nuestra ingobernabilidad. La fragmentación del sistema de partidos impide que los dos grandes cohesionen al país. Primero, porque el PP apenas tiene representación en Euskadi y Cataluña. El PSOE, por su parte, debe de sostener su mayoría con otros partidos “territoriales”, que van desde los nacionalistas clásicos a los independentistas, pasando por los regionalistas a lo Teruel también existe. Carentes de una segunda cámara federal, el Congreso ha devenido poco a poco en algo parecido a lo que debería ser el Senado, que queda como una cámara zombi. Hay que pensar también que los grupúsculos a la izquierda del PSOE están integrados por fuerzas regionalizadas —En Comú, Compromís, en cierto modo también Más País—.
Segundo, porque esto mismo está provocando incentivos para que los liderazgos regionales emprendan su propia estrategia de oposición al poder central. Ayuso es el mejor ejemplo del salto desde una oposición en el Congreso a una oposición desde las CC AA. El código gobierno/oposición se territorializa y amaga con ser otra fuerza debilitadora de los dos partidos tradicionales. Añádanle a esto el nuevo eje de tensión creado por las demandas de la España vacía frente a la populosa. El resultado es una superposición perfecta de los que hasta ahora eran dos sistemas políticos relativamente diferenciados, el de cada autonomía y el nacional. El regional está fagocitando cada vez más a este último.
El resultado es el giro hacia una re-feudalización de España, cada vez más carente de elementos cohesionadores. Ahora que va a caer el maná europeo y entramos en la fase de la distribución de estos recursos, nos adentraremos en una gestión endiablada, marcada por la subasta de agravios (ya se sabe que hoy solo tiene prestigio quien puede presentarse como víctima) y la exhibición de las fobias interterritoriales hasta ahora más o menos larvadas. La acusación de Ayuso de que el Estado practica la “madrileñofobia” ante el temor a una intromisión en sus políticas fiscales es el aperitivo de lo que nos viene encima. O las críticas al acuerdo sobre la ampliación del aeropuerto de Barcelona y la práctica de la bilateralidad con Cataluña. O las quejas de la plataforma Soria ¡Ya!, representativa de las demandas de la España vacía.
Todo esto podría ser bienvenido si ayudara a resolver nuestro conflicto territorial clásico, el de la integración de los nacionalismos históricos. Me temo, sin embargo, que va en la dirección contraria. A menos que nos tomemos en serio la federalización real del país mediante una cámara puramente territorial y lealtad al centro. Definamos qué es lo común y en qué desea diferenciarse cada comunidad. Y, desde luego, partidos con sentido de Estado, no reducidos a la gestión de sus propios intereses para mantenerse en el poder o acceder a él. Puede que esto último sea más difícil que el propio sudoku territorial.